Ricardo Haye
Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
ricardohaye@gmail.com
Fecha de finalización: 30 de julio de 2022.
Recibido: 3 de agosto de 2022.
Aceptado: 25 de noviembre de 2022.
DOI: https://doi.org/10.26422/aucom.2022.1102.hay
Introducción
Schafer era un humanista que iba
a contramano de la producción comercial hegemónica en la radiodifusión
americana, desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Y solo a alguien así podía ocurrírsele
requerirles a las radios que dedicaran un espacio de sus programaciones al crepúsculo o al solsticio de invierno. Detrás de su
reclamo, expresado durante una exposición en la Bienal
Internacional de Radio en 2006 en la ciudad de México, estaba la convicción de que resulta imprescindible gestar
propuestas que nos revinculen con la naturaleza y nos fortalezcan espiritual e
imaginativamente.
Nuestras propias convicciones
acerca del debilitamiento de alternativas en estas cuestiones nos llevaron a
plantear en su momento que la radio no podía continuar desnuda de arte (Haye,
2007).[1] En ese sentido, siempre concebimos como altamente
mortificante el reflujo experimentado en la urdimbre de historias y la práctica
del relato radiofónico.
Esa narrativa, que cedió
posiciones hasta casi desaparecer de las emisoras, da señales de vitalidad a
través de los podcasts, y una prueba
palpable de ello es que algunas de sus propuestas de concepción original
exclusivamente sonora son rápidamente captadas por la textualización
audiovisual, tal como ha ocurrido con las películas Homecoming (2018), Limetown (2019) o Wecrashed
(2022), por solo citar algunos ejemplos.
La primera quizás se destacó más
por el hecho de ser el trabajo inicial para televisión de la actriz Julia
Roberts y no tanto por ser una producción de Gimlet Media, una empresa
establecida en Nueva York y dedicada a la realización de podcasts narrativos. El vigor de la actividad que inició la compañía
en 2014 quedó de manifiesto cuando, en 2019, Spotify puso sus ojos sobre ella y
la adquirió para convertirla en su división encargada de producir historias
sonoras.
Limetown fue creada originalmente por Two-Up Productions,[2] otra empresa que –al igual que Gimlet– está afincada en
Brooklyn y dice dedicarse “a contar historias que conmueven a las personas”
(Two-Up, 2022, s.p.). Su trama se desata a partir de una pregunta inquietante: ¿qué pasaría si una ciudad llena de gente
desapareciera? Lo interesante es que el relato adquiere tintes
autorreferenciales cuando deposita el protagonismo en una reportera radiofónica.
El último de los ejemplos
mencionados remite al caso de la empresa inmobiliaria estadounidense WeWork, especializada en proporcionar
espacios de trabajo compartidos. La compañía fue fundada en 2010 y entró en
crisis en 2019, cuando las deudas y el cuestionamiento a su modelo de negocios hicieron
fracasar sus planes de salir a la Bolsa. El podcast
primero, y la serie Wecrashed luego, desarrollan la historia focalizando
el relato en torno a las figuras del inversor israelí-estadounidense Adam
Neumann y su esposa Rebekah (en la serie interpretados por Jared Leto y Anne
Hathaway). El punto de partida sonoro fue responsabilidad de Wondery, una red estadounidense de podcasts que nació en 2016 con el
respaldo del estudio de producción de cine 20th Century Fox y que ahora es propiedad de la plataforma
Amazon Music.
Estas no son las únicas referencias,
pues casos similares ocurrieron con los podcasts
The Thing About Pam (2019) y The Dropout (2019), pero sirven para
documentar el auge de esta dinámica que trasvasa relatos originalmente sonoros
a dispositivos audiovisuales.
Sin duda, una de las historias
que contribuyó a abrir caminos en la materia fue Serial (2014), un
trabajo de narrativa documental que se inició en la muy estimable radio pública
de los Estados Unidos y que luego continuó a través del podcast. El texto sonoro semanal producido por la periodista Sarah
Koenig mantuvo en vilo a millones de sus compatriotas mediante el minucioso
análisis del asesinato de la atleta adolescente Hae Min Lee, ocurrido en
Baltimore en 1999. El correspondiente proceso judicial culminó rápidamente con
la condena a cadena perpetua del exnovio de la muchacha, Adnan Syed.
La indagación llevada adelante por
Koenig evitó los juicios de valor y no afirmó ni la culpabilidad ni la
inocencia del condenado, aunque sirvió para poner de manifiesto la debilidad de
las pruebas: la acusación no pudo presentar evidencia física ni testigos del crimen.
Incluso existía un testimonio que ubicaba a Syed en una biblioteca en el
momento en el que supuestamente se cometió el homicidio.
Gracias al trabajo de la
periodista, toda la audiencia se enteró de que, poco después del juicio, la
abogada defensora fue inhabilitada por robarse el dinero de su cliente sin haber
hecho su trabajo.
Entrelazando la dramatización y
la investigación periodística, cada entrega de Serial aportó datos y
detalles que hicieron avanzar la historia y estimularon al oyente a establecer
sus propias conclusiones.
Durante años, se repitió el
sofisma de que la radio debía recluirse en la práctica meramente informativa,
mientras que el análisis y la interpretación de los hechos quedaban reservados
para otros medios (particularmente los escritos). Independientemente del
soporte en el que discurra, esta producción que utiliza técnicas radiofónicas
de realización volvió a certificar que los textos sonoros pueden ofrecer
elementos de juicio y argumentaciones capaces de poner en acción procesos
mentales autónomos y activadores de la imaginación de la audiencia.
Puestos a buscar
correspondencias, se nos ocurre que la muerte del fiscal Alberto Nisman,[3] que ocupó tanto tiempo en las transmisiones y en los
periódicos de la Argentina, bien podría haber sido objeto de una investigación
radiofónica igual de rigurosa.
En el caso norteamericano, la
experiencia de Serial sirvió para cuestionar y poner en discusión la
justicia con la que Adnan Syed, joven de origen paquistaní nacido en los Estados
Unidos, fue privado de su libertad a finales del siglo pasado. En el nuestro,
podría contribuir a entregar claridades a una ciudadanía bombardeada por
versiones más interesadas por incidir políticamente en el curso del acontecer
institucional que en precisar las circunstancias en las que se produjo el
deceso del funcionario del Ministerio Público Fiscal.
Si se aplicara la misma
estructura implementada por Sarah Koenig, no resulta demasiado difícil
imaginarse el alto impacto que provocarían las recreaciones de los diálogos que
Nisman tuvo con sus auspiciantes y abastecedores de información en las últimas
horas de su vida.
Ante la reiteración de casos en
los que se verifica el tránsito de una realización en audio hacia su versión audiovisual,
la plataforma Media Research,[4] especializada en inteligencia del entretenimiento, se
planteó el interrogante acerca de si es un arma de doble filo convertir un podcast en una serie de televisión. Si
bien las historias amplían su alcance, el riesgo es que, ante la aparición de
una versión nueva del contenido, desaparezca la necesidad de escuchar el podcast. Pero lo que aparece como
incontrastable es que el podcast dio
lugar a una radio asincrónica que empodera a la audiencia en tanto les asigna a
sus integrantes capacidad decisoria sobre el momento y la oportunidad de la
escucha.
Otro dato a tener en cuenta es
que las principales plataformas de video, como Amazon Prime, Apple TV, Disney+
o HBO Max, tienen podcasts
complementarios para algunos de sus títulos más populares. Si bien el producto
audiovisual se beneficia con una ampliación del público, al que se le ofrece
una inmersión más profunda en el contenido, también ocurre que relega la
textualización sonora a una función secundaria o, en el mejor de los casos, de
mero complemento.
Otro ejemplo potente de las
capacidades narrativas del sonido que, paradojalmente, proviene de la
televisión es Calls (2021), producción que el cineasta uruguayo Federico
Álvarez realizó para Apple TV y que está basada en una serie francesa de cortos
creada por Timothée Hochet. Estos episodios breves, que no superan los 20
minutos de duración, contravienen el específico audiovisual cuando limitan la
pantalla al muestreo de unos gráficos de ondas sonoras y cifran toda la fuerza
del relato en la pura acción verbal entablada mediante llamadas telefónicas.
Pese a que fue concebido y difundido en medios audiovisuales, este experimento
notable se parece más a una serie de piezas de dramaturgia radiofónica que a
una serie televisiva.
En principio, las historias de Calls
parecen episodios autónomos entre sí, pero en el final del ciclo el
espectador-oyente advertirá los hilos que conectan una trama en la que las
dimensiones del tiempo y del espacio no se comportan como se espera que lo
hagan.
En tanto, estas señales
continúan proliferando, las radios permanecen de espaldas a estos antecedentes
y las empresas editoras de periódicos y otros emprendimientos siguen
habilitando podcasts. Mientras que en
España el poderoso Grupo Prisa creó la plataforma Podium Podcast[5] para alojar historias de notable producción, en la Argentina,
Posta FM[6] produce desde 2014 “contenidos de audio, pensados para
oyentes que buscan conectarse con algo diferente para escuchar” (Posta, 2022,
s.p.).
Ese anhelo de los realizadores por
encontrar lo distinto y el reconocimiento de que también las audiencias
van detrás del mismo objetivo demuestran que, tanto en la fase de producción
como en la fase de recepción, existen espacios de vacancia, y que resulta
insólito que una enorme porción de las emisoras aún no lo haya advertido.
La extrañeza se incrementa
cuando reparamos en que, en su vida más que centenaria, la radio acumuló una
experiencia narrativa formidable.
La fallecida actriz Hilda
Bernard recordaba que durante la época dorada de los radioteatros solía entrar
a Radio El Mundo al mediodía y había jornadas en las que se retiraba recién a la
medianoche. No es que tuviera que permanecer doce horas ante el micrófono, pero
sí que distintas alternativas dramatúrgicas en las que intervenía iban
intercalándose con otros ciclos de distinta naturaleza (musicales,
periodísticos, de análisis, etc.) (H. Bernard, entrevista
personal, 2 de noviembre de 2010).
De algún modo, su experiencia
remite a la fábula hiperbólica que narró Mario Vargas Llosa en La tía Julia
y el escribidor, novela que retrataba la ingente actividad de un guionista sorprendente,
capaz de producir a destajo. La desaparición en las plantillas radiofónicas de
esa figura, que en su texto el autor peruano comparaba con un pontífice que
“santificaba la profesión” (Vargas Llosa, 1977, p. 125), probablemente sea una
de las causas primordiales de la disipación de la voluntad de relato que se
registra actualmente en la enorme mayoría de las emisoras.
Esta realidad no remite
únicamente a la inexistencia de ciclos de radionovelas, radioteatros y
adaptaciones de cuentos como los que campeaban en la radiodifusión de hace algo
más de medio siglo, también se verifica en la escasa vocación de relato que
manifiestan los textos periodísticos, los análisis de los comentaristas o las historias
que enviados especiales o cronistas de exteriores producen a diario.
La baja expresividad de esos
mensajes está indisimulablemente asociada a un decir aséptico, despojado
de cualquier emocionalidad, suspenso o intriga que parece elegir la renuncia a
inscribirse en las coordenadas del tiempo, en las cuales se encadenan sucesos
que constituyen causas y generan consecuencias. Esa es una condición esencial
del relato, cuyas secuencias temporales le asignan un atractivo que, en la
actualidad, se encuentra rotundamente ausente de tantísimas grillas de
programación.
En forma paralela, la
textualización sonora prevaleciente –existen casos de otra naturaleza, claro
que sí, pero nos parece que no llegan a superar el rango de excepciones– abunda
en planteamientos despersonalizados, que escogen prescindir de aquel principio
tan cautivante que pide presentar las ideas a través de los hechos y los
hechos a través de las personas.
Cuando los hechos se encarnan es cuando mayores son las
posibilidades de establecer contacto con quien quisiéramos que nos escuche, porque
le estamos ofreciendo referencias más fáciles de conectar con sus propias
experiencias y porque la identificación con los sujetos involucrados (para bien
o para mal) en los acontecimientos narrados
alcanza mejores posibilidades de producirse.
Una exposición con cifras y
porcentajes, pero impersonal y gélida acerca de los niveles de deserción
escolar temprana, siempre correrá en desventaja ante el relato centrado en la
figura flacucha y despeinada de Pedrito, que a los ocho años abandonó la
escuela para acompañar a su padre en tareas agrícolas o para picar piedra en la
obra en construcción que tiene conchabado a su progenitor. Cuando se las pone a escala humana, las cosas se
entienden mejor.
Cabe puntualizar, sin embargo,
que las historias de vida, que vienen ganando espacio en muchos medios, son más
útiles cuando están revestidas de algún tipo de proyección social. Nuestro Pedrito
carecería de valor comunicativo si dejara el colegio para recibir formación
privada y domiciliaria a cargo de instructores extranjeros, contratados por
padres que ya no serían chacareros ni albañiles, sino empresarios poderosos. En
los últimos años, algunas crónicas periodísticas se poblaron de referencias a compatriotas
de horizontes recortados que emigraron para encontrar porvenires airosos como chefs
en Nueva York o como diseñadores de moda en Copenhague. Se trata de prácticas
individuales, poco asimilables a colectivos sociales amplios que difícilmente
podrán establecer empatía con experiencias tan ajenas a su condición y
posibilidades.
La pérdida doliente de los guionistas consagró como práctica radiofónica dominante a la improvisación, que, sin dudas, tuvo exponentes de una espontaneidad y una frescura deliciosas. Pero en el camino se quedaron experiencias de charlistas notables como Enrique Santos Discépolo o Arthur García Núñez (Wimpy), detrás de cuya palabra se adivinaba una textualización planificada y articulada en los libretos, ese espacio que Fernando Vásquez Rodríguez (1991) ubica a medio camino entre los dos sinos de la palabra: el esencialmente vocal y el eminentemente escritural.
En esa instancia, la sonoridad
del texto alcanza su rendimiento más pleno. Allí, el guionista sopesa la
densidad y coloratura de cada vocablo, evalúa su potencia expresiva, calibra su
relación con las palabras que lo preceden y lo suceden, pondera por anticipado
qué música combina mejor con la secuencia verbal que prepara, imagina qué otras
sonoridades no verbales ni musicales refuerzan el sentido, ambientan o
contribuyen a crear escenario y generan la atmósfera
más adecuada para la situación que construye. En definitiva, depura el mensaje
y lo vuelve más consistente o más claro, lo inviste de mayor expresividad y
robustece su capacidad de generar imágenes (representaciones mentales que
remiten a sensorialidades diversas: la vista de un bosque de lengas en la
Patagonia, la sedosidad del cabello que acaricia uno de los amantes, el aroma
inconfundible de la cocina de la abuela o el sabor de las lentejas que se le han
quemado al cocinero sin experiencia de un campamento adolescente, etc.).
Todavía es posible que, al
momento de probarse en el estudio –en ese pasaje de lo escritural a lo sonoro–
el texto requiera algún ajuste o modificación. Pero el realizador ya habrá avanzado
en la composición de modo significativo. El trabajo previo de producción ayuda
a evitar errores, fortalece el sentido y enriquece estilísticamente al texto
final.
Durante todo el proceso, el
creador realizará una escucha atenta y ese automonitoreo le irá marcando
expresiones que se repiten, inflexiones que deben ajustarse, niveles de audio
que conviene atenuar o incrementar, y planos sonoros que necesitan
ser revisados para configurar más patentemente la espacialidad en la que
transcurre la situación que se narra.
Nadie conoce las claves de
aquello que se narra tanto y tan bien como el autor, esa figura preciosa que
antes abasteció a la radio y que, por ahora, encuentra mayor cabida en los podcasts.
Las ausencias aflictivas en la oferta radiofónica en general no se reducen solo a las propuestas narrativas. Es claro que una dramaturgia contemporánea (que no resulte un remedo anacrónico de la época dorada del medio en cuanto a temas, tramas y recursos estilísticos) constituiría un aporte valioso y gratificante a la vez, pero los públicos también se verían beneficiados con otros modos de recuperar capacidad productiva.
Tanto en programaciones del tipo
generalista como en aquellas que producen selección y recortes temáticos o
segmentación de audiencias, sería nutriente alimentar las agendas temáticas y
producir una diversificación de las estructuras de producción. El modelo
prevaleciente en la actualidad se encuentra hegemonizado por el formato
recurrente de los magazines o radio-revistas. Esa nomenclatura, que
desde el vamos se reconoce dependiente de categorías propias del mundo del
periodismo impreso, remite a construcciones con similares contenidos y diseños.
Sin solución de continuidad, se
suceden animadores más o menos agraciados y columnistas que suelen visitar las
mismas parcelas (política, economía, deportes, salud y poco más). La demanda de
Schafer de habilitar espacios a manifestaciones de la naturaleza continúa
desatendida. Pero lo mismo puede señalarse de reflexiones que horaden la capa
superficial de la realidad en busca de mayores honduras conceptuales. Tampoco
abundan los ciclos que investiguen con auténtico rigor periodístico y que
trasciendan la mera (y muchas veces interesada) opinión personal.
En cambio, prima la sucesión
indiscriminada de hechos que, extrapolados del continuum noticioso,
lucen aislados, carentes de contexto y circunstancias y sin aparentes
interrelaciones entre sí. No resulta gratuito privar a las cosas de causas y
consecuencias; la omisión de antecedentes y secuelas conduce a formas del
pensamiento mágico que presumen que las cosas ocurren por causas azarosas o por
decisiones celestes y no por acciones humanas.
Existen opciones que la radio no
explora. La de los viajes es una de ellas, y no en clave turística, sino
enfatizando las búsquedas de las personas que experimentan la voracidad del
viajero por conocer geografías, lugares y personas que los habitan. En esas
posibilidades subyace una perspectiva antropológica que excede (felizmente) las
intencionalidades puramente crematísticas de las agencias de turismo. Todo el
mundo conocido está a nuestra disposición. Y también el aún incógnito. Y el que
prefiguran nuestra imaginación y los sueños. Podríamos viajar en compañía de
Kublai Khan, el emperador tártaro al que Marco Polo deslumbraba con sus relatos,
o, como le ocurría a Borges, estremecernos con los paisajes marcianos en los
que Ray Bradbury ubicó sus episodios de conquista interplanetaria. La
descripción sonora puede proponernos recorridas vicarias, pero exentas de todo
riesgo por la cumbre del Aconcagua o las zonas abisales de nuestros océanos.
Solo necesitamos extremar nuestra capacidad descriptiva para que la conciencia
de los oyentes recree la paleta cromática que vistió al Cerro de los Siete Colores
en Purmamarca, en la provincia de Jujuy, o los paisajes catamarqueños, ambos en
el noroeste argentino y en los que el verde asume mil variedades. La radio,
además, es capaz de pasearnos por la muy porteña esquina de Corrientes y
Esmeralda[7] de hace un siglo, intersección en cuyas ochavas amainaban
guapos, según la pluma portentosa de Celedonio Flores.
Estos escarceos alrededor de la
música nos permiten consignar también que el registro en esa materia muchas
veces termina rehén de la difusión de los hits de moda impulsados por
una industria discográfica poderosa que, a menudo, aplasta la voluntad de
curiosear en repertorios étnicos, géneros poco difundidos, poéticas
comprometidas y musicalidades que no temen a la experimentación.
Vivimos en un escenario de complementariedades mediáticas. Desde hace algunos lustros, el ecosistema mediático atraviesa un vigoroso reformateo que conocemos como “mediamorfosis”. Quizás las características más destacadas de esa reconfiguración provengan de la constante actualización tecnológica que ha generado condiciones de convergencia entre plataformas y soportes, aunque los procesos de fusión e integración empresarial también son muy significativos.
Sin embargo, esas mutaciones no
pueden opacar que asistimos a una nueva discursividad social, que se ve
altamente condicionada por aspectos macroestructurales. Entre ellos, podemos
mencionar el acelerado ritmo de vida característico de la creciente
urbanización planetaria o la tendencia epocal a la fragmentación conceptual.
Todo ello entraña un impacto significativo sobre nuestras prácticas culturales,
afectadas por la concisión extrema, una forma de fluidez telegráfica, el
minimalismo comunicativo de Twitter, la saturación de mensajes de una sociedad
hipermediada y vocabularios (e incluso agendas temáticas) reducidos.
El ecosistema mediático no solo
espeja esta situación, sino que tiende a reproducirla e incluso contribuye a su
producción. Por tal razón, resulta tentador y atractivo pensar la comunicación
sonora como una práctica contrahegemónica, atravesada por rupturas y
contravenciones de los principios establecidos o los usos más acostumbrados.
Complementarias entre sí, las
locuciones latinas tempus fugit (el tiempo vuela) y carpe diem (aprovecha
el momento) se ajustan perfectamente al tempo y características de lo
radiofónico. La fluidez permanente de los momentos, que deben ser aprovechados
al máximo, permite un muestrario amplio de posibilidades al que los microrrelatos
pueden sacarle mucho provecho. Ya no se trata de actuar sobre extensos bloques
horarios que intentan captar y retener audiencias numerosas a través de
productos efímeros, sino de elaborar productos discontinuos, de duración breve,
pero de una vida útil más prolongada. Se trata de textos que suelen ser veloces
como relámpagos. Un ejemplo posible es este texto que suelo proponerles a mis
estudiantes para ilustrar la idea:
Los duendes más viejos, que son los más sabios, aconsejan no abusar del recurso, porque le quita sorpresa a la vida…
Aunque
resulte obvio, probablemente no esté de más recordar que limitar la
preelaboración de los contenidos al ingrediente de las palabras como único
recurso involucra un severo reduccionismo de la riqueza expresiva de lo sonoro.
El texto anterior siempre será más potente si recoge la voz cantarina del río; ilustra el bosque con el trino de algunos
pájaros y allega al relato una composición musical sutil y apropiada.
La siguiente opción narrativa que propongo permite también la recreación de una época. Apenas con unas pinceladas de algarabía callejera y música característica de las carnestolendas, cualquier oyente podrá transportarse atrás en el tiempo y regresar al presente: dos momentos en los que la protagonista del relato es igualmente ignorada.
La señorita Vergara espera su turno en el consultorio del Dr. Baigorria. Aguarda sin ansiedad. La paciencia es una virtud suya desde que era una cría.
Virginia Vergara está recordando precisamente ahora aquel corso del año 64. Pasea la mirada anhelante bajo las luces de colores y en medio del ajeno jolgorio del carnaval.
Hasta que por fin lo descubre al “Cholo”, allá junto a la ochava de la ferretería. El “Cholo” es, más que nada, una sonrisa. Una permanente mueca de alegría instalada sobre un rostro vulgar, aunque este detalle se le escape a la muy recatada señorita Vergara. Ella solo tiene ojos para esa risa insustancial, que festeja las chambonadas de sus amigos.
Virginia pasa frente al grupo y, como manda la costumbre, baja pudorosamente la vista.
Ninguno de los pelafustanes se ha dado cuenta de su paso. Virginia Vergara porta consigo una apariencia de poca cosa que la vuelve casi invisible.
Tal vez por eso, ahora el doctor Baigorria sale del consultorio sin verla, dispuesto a irse a casa. La asistente le indica al médico que todavía queda otra paciente… “La señorita Vergara”, dice.
Entonces, la muy paciente señorita Virginia Vergara se pone de pie, sin advertir el matiz burlón con el que la empleada ha subrayado su condición de doncella.
La
microficción puede ser una vía idónea para que la radio inicie el camino de recuperación
de su vocación de contar historias.
Como consecuencia lógica del esquema comercial imperante en nuestra radiodifusión, la textualización más habitual luce una impronta fuertemente asertiva y, muchas veces, impositiva. Las estrategias de ventas creen necesario un estilo de autoridad que, con frecuencia, deviene autoritario.
Se puede advertir en el recurso
constante a los verbos de obligación que campean en la publicidad: “compre”,
“viaje”, “beba”, y también en los que gobiernan en su parienta, la propaganda:
“elija”, “vote”. Posiblemente, la sutileza de la invitación o la sugerencia
amable les parezcan modos menos efectivos a los anunciantes o a sus
responsables de promoción. Quizás hasta las consideren un disvalor.
Volvamos sobre un ejemplo ya
mencionado líneas atrás: un ciclo de viajes cobra sentido no por la necesidad
de imponer la venta de un destino turístico, sino por la posibilidad de que la
travesía en cuestión constituya la metáfora de una idea o permita poner en
común una experiencia.
Constantemente, la publicidad
está proporcionándonos ejemplos de una creatividad descomunal. Podríamos probar
a tomar ejemplo de sus rasgos más bellos e innovadores sin doblegarnos ante el
influjo de los discursos reglamentaristas o extenuantemente normativos.
No es que no existan los gestos ocurrentes, pero en una proporción enorme aparecen muy vinculados con la referencia a la realidad vuelta objeto noticioso o a sus figuras más caricaturizables. Estos inserts suelen tener la forma de gags de corta duración y muchos de ellos descansan sobre las habilidades de personas con destreza para la imitación. Figuras políticas, dirigentes sindicales o deportistas suelen ser el blanco predilecto de estas prácticas.
Las escasas excepciones a la
regla provienen del espacio legendario que Alejandro Dolina[8] protagoniza a la medianoche, del ciclo lamentablemente breve
que hace unos años realizó el actor Diego Capusotto o de algunas intervenciones
del humorista Luis Rubio en torno a su personaje de ficción Éber Ludueña, un
exfutbolista que despliega un anecdotario absurdo y disparatado.
Quizás con Juan Carlos Mesa[9] se haya perdido la costumbre de desarrollar situaciones
cómicas con elegancia e inteligencia y sin las ataduras de rigor a la
actualidad informativa. El guionista cordobés derrochaba ingenio en la
construcción de circunstancias ocurrentes. De algún modo, su trabajo se anotaba
en la estela dejada por esa gran dama del humor que fue Niní Marshall, autora e
intérprete argentina que lideró programas de radio y televisión con una prodigiosa
galería de personajes. Niní tenía el buen tino de intercalar diferentes
historias y actuaciones para no agotar a la audiencia con reiteraciones
abusivas.
El conductor de radio y
televisión argentino recientemente desaparecido Jorge “Cacho” Fontana también cultivó
un humor chispeante, edificado sobre la notable química que existía entre él y
las dos locutoras que lo acompañaban en aquellas mañanas de la vieja Radio
Rivadavia. La comicidad estallaba como latigazos vertiginosos, pero solía
asentarse sobre circunstancias de la cotidianeidad más que en las humoradas
rápidas y fáciles que provienen del acontecer informativo del momento.
El tiempo reposado que Luis Landriscina[10] se tomaba para urdir sus relatos, plagados de referencias risueñas habitualmente afincadas en paisajes rurales, invitaba a los oyentes a detenerse y paladear la guarnición sabrosa que acompañaba el núcleo gracioso de sus historias.
El humor se circunscribe muchas
veces a espacios fugaces y tributarios de los acontecimientos noticiables, que
no alcanzan a disimular la ausencia de ciclos autónomos en los que la comicidad
no se encuentra restringida a cuotas homeopáticas ni a enunciadores indigentes
de ideas previamente concebidas y desarrolladas para alcanzar su máxima
efectividad. Eso que requiere de talento, que solo los libretos ayudan a
alcanzar.
Quizás Schafer formuló el pedido sobre los atardeceres desde su conciencia de que están integrados a nuestra cotidianeidad de modo indisoluble. Lo cierto es que alrededor de nuestros hábitos y rutinas existe un yacimiento extraordinario de asuntos que podrían alimentar las alforjas temáticas de la radio, siempre necesitadas de una novedad que, en ocasiones, puede provenir de lo acostumbrado.
Porque incluso los
acontecimientos inusitados suceden en contextos que no interrumpen la
habitualidad. Cambian Gobiernos, se desata una guerra, ocurre un sismo o una
nave terrestre alcanza Marte sin que por ello las personas dejen de soñar,
pasar miserias, sentir alegrías, experimentar sinsabores, disfrutar paisajes,
incorporar amistades, sufrir traiciones, mentir o ser mentidas.
Daniel Prieto Castillo (1988)
consigna:
la vida cotidiana se sustenta en una acumulación de experiencias, de aprendizajes. Mediante ellas, cada ser, cada grupo, se resguardan de la incertidumbre de la existencia. Por eso la vida cotidiana se caracteriza por un inmediatismo en las relaciones, por una tendencia a resguardarse en lo familiar, en lo típico, en lo que no amenaza con cambios drásticos. Y por eso también las rutinas constituyen la trama íntima de la vida cotidiana. (pp. 17-18)
Además, un buen número de
autores como Michel de Certeau, Agnes Heller, Ervin Goffman o Henry Lefebvre
coinciden en que lo cotidiano es fundamental para nosotros, dado que abastece
nuestra conciencia y contribuye a establecer quiénes somos. En consecuencia, sería
necio desatender sus señales, que evolucionan y se transforman al ritmo de un
tiempo proteico como el que nos toca vivir.
El registro y la representación
de la realidad que produce la radio no puede contentarse con referirse a la
dimensión de lo superestructural, ignorando las repercusiones que los
acontecimientos y decisiones producidos en esa esfera provocan en el día a día
de los ciudadanos comunes.
Cuando el arte detuvo su mirada
en la vida cotidiana de las personas, el acontecer de todos los días inspiró la
producción de obras de un enorme valor documental.
Si tuviéramos que buscar
analogías con otros modos de manifestaciones artísticas, podríamos detenernos
en ese pintor extraordinario que fue Edward Hopper, quien retrató con gran
precisión la frialdad de la vida urbana en una metrópoli colosal como Nueva
York. La soledad quedó reflejada de manera descarnada en sus figuras, siempre
pintadas sobre una paleta de colores dominada por los tonos glaciales. En cada
una de sus imágenes es posible vislumbrar un relato, una historia.
Roberto Arlt, figura gigantesca
de las letras argentinas, describía en una de sus aguafuertes a un típico
individuo de la ciudad, aquejado –cree uno– por males similares a los que
pintaba Hopper en sus cuadros. A ese individuo, decía Arlt (2016), de pronto “una viaraza de pesimismo negro le acidula
los pensamientos” mientras “se
sumerge más y más en la neblina de las callejuelas” (p. 114). Avanza y
sus pensamientos son cada vez más preocupantes, porque ahora se va diciendo a
sí mismo que “podría meterse un balazo
en los sesos” (p. 114). “La
humanidad no perdería gran cosa” (p. 114), agrega con esa misma acidez
que le inundó la cabeza. Acaso “¿vale
la pena vivir así?” (p. 115), se pregunta. Y en seguida se responde: “En realidad, morirse es casi como vivir.
Con la diferencia, claro está, que cuando uno está muerto no debe aburrirse
tanto” (p. 115)[11].
Volvemos una y otra vez sobre el
texto de Arlt y lo comparamos con las imágenes que pintó Hopper; parece
indubitable que forman parte del mismo universo. ¿Acaso resulta natural que la
radio permanezca fuera de la traza de los relatos que prefiguran esos cosmos
cotidianos?
Como ya hemos señalado con mayor
amplitud,
la comunicación, con la promoción humana como objetivo privilegiado, tiene una vasta tarea por cumplir, ocupándose de la gesta épica de la gente común, la que diariamente amasa el pan, baldea la vereda, remienda zapatos, cosecha manzanas, prepara la comida o juega, en ese apasionante territorio de la vida cotidiana. (Haye, 2004. p. 196)
Hace tiempo ya que el concepto “masividad de las audiencias” estalló en pedazos. Con la multiplicación de los medios y la emergencia de nuevos dispositivos y plataformas que compiten por el tiempo finito de atención de las personas, los públicos se han parcelado de manera por demás significativa. Las imágenes deliciosas con las que Woody Allen retrató la escena familiar de hace ocho décadas pueden enternecernos e incluso despertarnos nostalgias por un tiempo no vivido. No importa que Días de radio (1987) haya estado ambientada en el contexto norteamericano de aquellos años dorados del medio, porque la realidad de la radio en la Argentina difería muy poco de la que muestra el filme del director neoyorquino (Figura 3).
Pero
lo que funcionó en 1940 es improcedente en nuestros días, en los que no existen
grupos nucleados en torno a un único artefacto convocante. Cada quien se
conecta al suyo y consolida así un procedimiento de recepción profundamente
individual.
Desaparecen
las disputas domésticas respecto a qué contenidos se eligen, según quien
primero se haya apoderado de las perillas de encendido del artilugio en
cuestión, aunque también se disuelven los intercambios dialécticos que
prolongan el sentido de lo que acaba de escucharse.
Este
proceso de profunda segmentación de audiencias, al que ya hicimos referencia,
no ha llevado a la instalación de programaciones que en otras geografías se
conocen como “radio-fórmulas”. En la Argentina, continúa predominando el
carácter generalista de la oferta radiofónica, al menos en apariencia.
Un
barrido por el dial permite constatar que no existen repertorios específicos
para grupos de oyentes claramente predeterminados sin que eso signifique
necesariamente que todos los apetitos queden satisfechos.
Uno
de los sectores claramente desatendido es el de los niños. Los purretes de antaño tal vez recuerden
sus correrías vespertinas para llegar a tiempo desde el colegio a la casa para
escuchar las aventuras de Tarzán o Poncho Negro. Sus nietos, en
cambio, carecen de similares o equivalente propuestas, lo cual –por parte de la
radio– constituye la pérdida de una oportunidad, pues se desentiende de la
necesidad de forjar sus audiencias futuras.
Conviene
reiterarlo una vez más: no se pregona la necesidad (o necedad) de programar las
mismas aventuras que mantenían en vilo a los chicos de mitad del siglo pasado, pero sí la conveniencia de estimular el
hábito de degustar historias desde la edad más temprana, a fin de que
esa costumbre se haga extensiva a otros soportes narrativos (escritos,
gráficos, audiovisuales, multimediales, holográficos y los que estén por venir).
Las
historias que les contamos a los pequeños les permiten significar el espíritu
de una época, con las inquietudes y gratificaciones que aloja. Son espacios de
aprendizaje y reflexión, activan las ilusiones y provocan sensibilización.
En
sintonía con lo que propone la antropóloga francesa Michèle Petit (2018),
estudiosa de la literatura infantil, consignamos que los relatos permiten
elaborar espacios de libertad, a partir de los cuales nuestras vidas cobran
sentido y encontramos o reencontramos energías.
Otro
francés, el filósofo Jean-Marie Schaeffer (2022), indaga en la actitud
ambivalente –mezcla de fascinación y desconfianza– que se produce a partir de
la sospecha platónica respecto a la presunta trampa en la que incurre la
mímesis artística de la naturaleza. Su conclusión es que, en la síntesis de
nuestro pensamiento, la creación y la comprensión de las ficciones desempeñan
un papel insoslayable, razón por la cual, matizamos nosotros, negarles esa
posibilidad a los niños configura un acto de mezquindad al que la radio no
debería prestarse.
Después
hay otros colectivos que –más allá de su interés por el deporte, la política o
la gastronomía, por enunciar solo algunas posibilidades– tienen el mismo
justificado derecho a reclamar la atención: hombres y mujeres de la tercera
edad, solos o en pareja, integrantes de pueblos originarios, jóvenes en
búsqueda de orientación vocacional, melómanos que requieren acceso a música
independiente de orígenes diversos, personas que agradecen la difusión de temas
científicos, oyentes que disfrutan de la conversación distendida e inteligente
con personalidades de discurso nutriente, audiencia que solicita información
actualizada sobre cine, libros, teatro o historietas y radioescuchas que se
gratifican con el análisis pormenorizado de manifestaciones sociales y
culturales de las diversas comunidades humanas a lo largo del tiempo. Seguramente,
hay núcleos de receptores que esperan ciclos sobre salud sexual y reproductiva,
modos de contrarrestar prejuicios e intolerancias, historia de todas las épocas,
reflexión filosófica, exploración espacial, abordajes interdisciplinarios
orientados a la previsión del futuro y, por supuesto, propuestas que incluyan
la consideración naturalista de los crepúsculos, así como los matices propios
de solsticios y equinoccios.
Una demostración de que, cuando están bien contadas, las historias son irresistibles proviene de un episodio protagonizado por Nikolái Rimski-Kórsakov. El compositor ruso acostumbraba recurrir a los cuentos de hadas y demás relatos populares como punto de origen de sus obras. Un buen ejemplo de ello es la suite sinfónica Scheherezade, basada en Las mil y una noches, el libro persa que recopilaba cuentos tradicionales del Oriente Medio medieval.
Dividida
en cuatro movimientos, en principio el creador dispuso ponerle un nombre a cada
uno de ellos y armó esta secuencia:
I.
El mar y el barco de Simbad.
II.
La historia del príncipe Kalendar.
III.
El joven príncipe y la joven princesa.
IV.
Festival en Bagdad. El mar. El barco se estrella contra un acantilado coronado
por un guerrero de bronce.
Sin
embargo, antes del estreno, decidió eliminar esos títulos porque quería que el
público se concentrara en la música y no en la historia.
Aunque
no compartamos sus aprehensiones, ellas testimonian el poder cautivante que Rimski-Kórsakov
le atribuía a la narrativa, incluso hasta el punto de poner en crisis su
confianza en la capacidad de la música que producía.
Desde
que la radio comenzó a narrar (y lo hizo muy tempranamente), sabemos que la
atención volátil de una audiencia, que no vemos ni nos ve, requiere de una
cuidada manera de contar. Pero el paso del tiempo sirvió para que entrenemos
nuestras capacidades de procesar textos de matriz sonora y las nuevas
tecnologías facilitaron lo que antes era imposible: fijar el contenido para
volver sobre él las veces que sean necesarias.
Esa
supresión de la fugacidad alimenta las posibilidades de producir un arte algo
más que efímero. Aun conservando características dinámicas de “lo fluyente”, las
construcciones acústicas ya no deben temer a su transitoriedad. En
consecuencia, la falta de audacia y de experimentación que exhiben muchos
productos radiofónicos no tiene explicación plausible.
Como
hemos puesto de manifiesto en otros textos (Haye, 2000, 2004), el ensamble
armonioso de los componentes discursivos en la textualización sonora es capaz
de producir artefactos incorpóreos que caben perfectamente en las coordenadas
del arte, sobre todo cuando en su elaboración se amalgaman materiales amasados
con la especificidad de lo estético y cuando se obtienen mensajes expresivos a
partir de atributos como la multisensorialidad, la sinestesia, la cenestesia,
el registro de los relieves, el principio de visibilidad, el criterio
cinemático y la verosimilitud. A través de esa articulación portentosa, también
la radio puede desplegar la actividad central del arte, que consiste en
expresar emociones.
En
un momento de considerable apogeo de las neurociencias, tenemos que hacer una
conexión entre la narrativa y las tecnologías de la emoción. Sobre todo porque
la práctica del relato estimula la generación de neuroquímicos que ayudan a
centrar nuestra atención y mejoran nuestra conexión y empatía.
Esta
realidad resulta más acusada en los que utilizan la audición como fuente
privilegiada, dado que el oído humano es el sentido más ligado a nuestras
vivencias afectivas (Kaplún, 1973, p. 72).
Para
Freud (2010), las fantasías son deseos insatisfechos, lo que justifica su
apreciación de que las personas felices no fantasean. La ensoñación, por
consiguiente, es la actitud que procura corregir la porción de la realidad
insatisfecha o bien la invención de una realidad en la que todas las
necesidades se encuentren cubiertas. Freud (20010) argumentaba que el escritor
creativo y el soñador a plena luz del día hacen exactamente la misma cosa que
un niño cuando juega: reorganizan el mundo de un modo que les agrade, utilizando
para eso la materia prima de la imaginación, que son las fantasías.
Están
allí, tan al alcance de los realizadores, que resulta extremadamente arduo
comprender cómo esas construcciones fantásticas no poseen mayor presencia en
las programaciones habituales de la radio.
Hasta aquí hemos sobrevolado un tema alrededor del
cual se suscitaron ciertas polémicas y confusiones. Se trata del concepto de “inteligencia
emocional”, que consiste en la capacidad de los individuos de reconocer su
propia sensibilidad y las ajenas, y también en la utilización de esa
información emocional para adaptarse al ambiente y guiar el pensamiento y la
conducta hacia la consecución de los objetivos propuestos. Algunas opiniones
prefieren acotar su alcance a la capacidad de comprender abstracciones aplicada
a un dominio particular de la vida: las emociones. No faltan incluso quienes
afirman que, además de una herramienta fundamental para el cumplimiento de
metas, la inteligencia emocional posee un lado oscuro como arma para intentar
manipular la capacidad de razonar de los demás (Grant, 2014). Estas dudas están
íntimamente relacionadas con los criterios expuestos por el francés Christian
Salmon (2008, 2011) respecto a las técnicas narrativas que utiliza el
capitalismo emocional con la estructura en red de la sociedad actual. No los
desarrollamos aquí, ya que los hemos glosado en otros sitios (Haye, 2010, 2020)
y porque el propio autor los desplegó ampliamente en su obra, a la que
remitimos. Sin embargo, sí queremos manifestar nuestro punto de vista respecto a
la ausencia rotunda de la radio en el tejido envolvente de las muy vigentes narrativas
transmediales: es difícil reclamar por esa presencia cuando –como ya quedó
señalado– la propia radio prácticamente ha renunciado a su voluntad de contar
(Haye, 2012).
Si
recupera energías narrativas, la textualización que propone la radio estará en
condiciones de efectuar grandes aportes a una construcción que Henry Jenkins (2008)
postula como el arte de crear mundos. La expansión del relato a través de
diferentes plataformas y dispositivos, cada uno de los cuales debe contribuir
con lo que mejor sabe hacer, seguramente encontraría en la radio y en los podcasts aliados de enorme valor por su
penetración popular, credibilidad, capacidad de edificar verosimilitud y las posibilidades
ilimitadas de su calidez para proveer compañía, confortar espíritus, generar
ilusiones y despertar conciencias.
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[1] La afirmación está planteada en Haye (2007) y también en el podcast de Tito Ballesteros (2011).
[3] El fiscal Alberto Nisman fue un abogado penalista argentino que tuvo una destacada participación en la causa por el atentado a la sede de la AMIA, la mutual israelita argentina, ocurrido en 1994. Se trató de un ataque terrorista en el que murieron 85 personas. En 2015, el fiscal denunció a la entonces presidenta Cristina Kirchner por encubrir a los iraníes que fueron los autores ideológicos del atentado a la AMIA. En la denuncia, Nisman alertaba de un encubrimiento tras la firma, en 2013, de un memorándum secreto entre Irán y la Argentina. Pocos días después de concretar la denuncia contra la presidenta, Nisman apareció sin vida en su departamento del barrio de Puerto Madero. Aunque la investigación sigue abierta y pendiente de juicio, hubo dos fallos de la Justicia a favor de la teoría de que Alberto Nisman fue asesinado.
[7] Además de una esquina de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la Argentina, Corrientes y Esmeralda es un tango de Celedonio Esteban Flores, que surge de un poema del autor que luego transformó en la letra de un tango emblemático de la década del 40.
[8] Alejandro Dolina es un conocido conductor de radio argentino, además de escritor, que lleva décadas al frente del programa La venganza será terrible, un clásico de las medianoches radiofónicas.
[9] Juan Carlos Mesa fue un autor, actor y humorista de la radio y la televisión argentina. Se destacó como guionista en textos que escribió y luego interpretó él mismo, pero también produjo muchos para otras importantes figuras, como Carlos Porcel, Pepe Biondi y Tato Bores.
[10] Luis Landriscina es un cuentista argentino, nacido en Chaco, que basa sus relatos en el humor y en historias que reflejan los usos y costumbres de diferentes provincias de su país. Ha transitado cientos de teatros y ha conducido diversos ciclos de radio y televisión.
[11] El texto, titulado
“Días de neblina”, fue publicado originalmente en el diario El Mundo de
Buenos Aires el 30 de junio de 1930.