Austral Comunicación
ISSN (e) 2313-9137 ISSN (I)
2313-9129
Volumen 10, número 1- Junio de
2021
Javier Cossalter
Instituto de Historia del Arte
Argentino y Latinoamericano “Luis Ordaz”, Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires. CONICET.
javiercossalter@gmail.com
ORCID:
https://orcid.org/0000-0001-5660-6704
Fecha de
finalización: 12 de febrero de 2021.
Recibido: 22
de marzo de 2021.
Aceptado: 11
de mayo de 2021.
DOI:
https://doi.org/10.26422/aucom.2021.1001.cos
Resumen
El cortometraje moderno
latinoamericano participó de forma activa en las transformaciones del campo
cultural regional entre las décadas del 50 y del 70, caracterizado por la
experimentación estética, la intermedialidad y la efervescencia social. La
imbricación entre arte y política suscita una serie de reflexiones en torno al
film breve alrededor del 68 mexicano, objeto de estudio del presente artículo.
En este sentido, el trabajo aborda los cortometrajes Comunicados
cinematográficos del Consejo Nacional de Huelga (Paul Leduc y Rafael
Castanedo, 1968) y Mural efímero (Raúl Kamffer,
1968-1973) con el propósito de analizar su estatuto de obra estética, agente de
la historia y documento social. En este caso, el registro (audio)visual de una
movilización y de un acto artístico performático no solo evidencia la voluntad
comunicacional de la instancia de producción en un período cercano al de su
concepción, sino que vislumbra el anhelo por construir una memoria
del presente. Asimismo, la eficacia de la imagen visual en tanto
documento histórico –y, por ende, su carácter mnemónico– se manifiestan en la
conformación de una tradición visual y en la recuperación y puesta en valor
patrimonial de estas obras, desde entonces hasta la actualidad. Por tal motivo,
el artículo examina también un film mexicano contemporáneo que retoma las
imágenes acerca del movimiento estudiantil, con la intención de confirmar tales
premisas.
Palabras
clave: cortometraje, cine mexicano, documento, memoria.
Art? Document? Political
statement? The construction of memory in short films about the Mexican Movement
of 1968
Abstract
Latin
American short films played an active role in transforming the local cultural
field between the 1950s and 1970s. These works were characterized by aesthetic
experimentation, intermediality, and social effervescence. Their interweaving
of art and politics led us to reflect upon certain short films made about the
Mexican Movement of 1968, which are the topic of this paper: Comunicados cinematográficos del Consejo Nacional de Huelga
(Paul Leduc and Rafael Castanedo, 1968) and Mural efímero
(Raúl Kamffer, 1968-1973). We analyzed them as aesthetic works, historical
agents, and social documents. In (audio)visually recording a social
mobilization and a performative artistic act, respectively, they reveal the
communicational intent behind their productions (which, in both cases, followed
shortly after their initial conceptions). They also suggest a desire to build a
memory of the present. The effectiveness of the
visual image as an historical document — and, therefore, its
mnemonic character — is demonstrated by the ensuing development of a visual
tradition and the ongoing restoration and promotion of these works due to their
historical importance. In order to confirm these ideas, we also examine a
contemporary Mexican film that looks back at images of 1968’s student movement.
Key words: short film,
Mexican cinema, document, memory.
Arte? Documento? Política? A construção da memória no curta
em torno do mexicano 68
Resumo
O curta-metragem latino-americano
moderno participou ativamente das transformações do campo cultural regional
entre as décadas de 1950 e 1970, caracterizadas pela experimentação estética, a
intermedialidade e a efervescência social. O entrelaçamento entre arte e
política suscita uma série de reflexões sobre o curta-metragem em torno do
mexicano 68, objeto de estudo deste artigo. Nesse sentido, a obra aborda os Comunicados cinematográficos del Consejo Nacional de Huelga (Paul
Leduc e Rafael Castanedo, 1968) e o Mural efímero (Raúl
Kamffer, 1968-73) com o objetivo de analisar seu estatuto de obra estética,
agente da história e documento social. Nesse caso, o registro (audio) visual de
uma mobilização e de um ato artístico performático não só mostra a vontade
comunicacional da instância de produção em um período próximo ao de sua
concepção, mas também vislumbra o desejo de construir uma memória do presente.
Da mesma forma, a eficácia da imagem visual como documento histórico e,
portanto, seu caráter mnemônico, se manifestam na conformação de uma tradição
visual e na recuperação e valorização dessas obras, desde então até o presente.
Por isso, o artigo examina também um filme mexicano contemporâneo que retoma
imagens sobre o movimento estudantil, com o intuito de confirmar essas
premissas.
Palavras
chave: curta-metragem, cinema mexicano, documento, memória.
Entre mediados de la década del 50
y mediados de la del 70, el campo cultural latinoamericano vivenció un proceso
de reconfiguración que implicó, en términos generales, dos grandes premisas: un
marcado afán modernizador y una paulatina agitación social que desembocó en una
radicalización política. Es por ello que, de acuerdo con Claudia Gilman (2003),
podemos caracterizar a este período en la región desde la noción de época, en tanto conciencia de una sociedad que comparte un
horizonte esperado de transformaciones en el campo de la cultura y que
establece el discurso de lo deseable. Este entramado impactó de forma
manifiesta en el terreno de las artes a través del dinamismo y de la
intermedialidad entre las disciplinas, la experimentación estética y un
profundo compromiso social. En el campo cinematográfico, el cortometraje,
gracias a su marginalidad, sus posibilidades económicas y potencialidades
estructurales de aprehensión del receptor se convirtió en un medio eficaz para
la exploración del lenguaje y en un vehículo funcional dentro de un contexto
particular de convulsión social. Ahora bien, este no solo se erigió como un
dispositivo de registro para la acción inmediata, sino que también vislumbró
una orientación hacia la conformación de un patrimonio audiovisual y la
construcción de memoria(s).
No obstante, si bien esta
coyuntura es común a gran parte de los países latinoamericanos, cada uno
desarrolló un camino singular acorde al devenir histórico local.2 Este escrito estará focalizado en México, en torno a
ciertas producciones cinematográficas alrededor del 68 mexicano. En este
sentido, se abordarán los cortometrajes Comunicados
cinematográficos del Consejo Nacional de Huelga (Paul Leduc y Rafael
Castanedo, 1968) y Mural efímero (Raúl Kamffer,
1968-1973) con el propósito de analizar su doble estatuto de obra estética y
documento social.3 El registro audiovisual de una movilización o de un
acto artístico performático no solo evidencia la voluntad comunicacional de la
instancia de producción en un contexto inmediato a su concepción y la condición
de la obra como agente de la historia (Ferro, 1980),
sino que deja entrever la necesidad de edificar memoria. Asimismo, la eficacia
de la imagen visual en tanto documento histórico
(Burke, 2005) y, por ende, su carácter mnemónico se pueden apreciar en la
recuperación y puesta en valor patrimonial de las obras señaladas, ya sea en un
plano temporal cercano al de su producción como en la contemporaneidad.
Para llevar a cabo tales
objetivos, hemos dividido el trabajo en tres secciones. La primera estará
dedicada a plantear el panorama cultural en México, que incluye la
modernización del cine y de las artes, la conjunción del arte y la política y
la participación activa de entidades de carácter universitario. El segundo
bloque estará centrado en el análisis de las dos obras escogidas, las cuales
serán estudiadas en función de las variables arte/documento, teniendo en cuenta
los hechos históricos acaecidos y el corpus general de producciones
cinematográficas en el que se insertan. Finalmente, el tercer y último apartado
estará reservado para asentar el potencial carácter
mnemónico de estas obras en la conformación de un patrimonio
del presente (Colin, 2014), mediante la reactivación de estas imágenes
ya sea en producciones de la época como en películas actuales. Se hará un breve
comentario sobre la extensa tradición iconográfica generada alrededor del 68
mexicano y se tomará un caso puntual –Trazos en trozos:
Mural efímero, México 68 (María Judith Alanís Figueroa, 2008)– que
nos permite ratificar el compromiso patrimonial de aquellos productos
audiovisuales inaugurales y asignarles un sentido fundacional en cuanto a la
memoria visual de un acontecimiento determinante en términos históricos.
Luego de la Segunda Guerra Mundial,
y de la mano de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), se arribó al
consenso de que el crecimiento económico en la región llegaría por medio de la
vía de la industrialización, camino iniciado por algunos países
latinoamericanos años atrás. El modelo económico entonces predominante en los
años posteriores fue el denominado desarrollismo, que
tuvo su repercusión –en mayor o menor medida– al interior de los respectivos
campos culturales.
Miguel Alemán, en línea con lo que la CEPAL apoyaba, llegó a
la presidencia de México en 1946, con un programa económico que hizo hincapié
en la producción industrial mediante el apoyo decidido del Estado y el fomento
a la inversión privada internacional para el desarrollo de sectores
productivos. (Galindo, 2017, p. 18)4
De acuerdo con Carlos
Monsivais (1976), el desarrollismo cultural llegaría a ese país tiempo después,
puesto que, según su parecer, es en los 60 cuando la cultura pasa a ser
considerada como una herramienta para garantizar la modernidad. Si bien esto
resulta evidente, ya para la década del 50 podemos hallar algunas marcas que
evidencian una renovación en el terreno cultural mexicano. En este sentido,
destacamos la aparición de diversos suplementos culturales en la revista Siempre! y en los periódicos Novedades
y El Nacional, junto con la tarea desempeñada por la
Coordinación de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM) –creada a fines de la década del 40 y de gran injerencia en el futuro
inmediato– y la Radio UNAM, que entre 1953 y 1965 “colaboraba con la
circulación del arte y la cultura emergente, y el fortalecimiento de la
crítica, no solo en el ámbito literario sino también en el terreno del cine”
(Cossalter, 2018, p. 20). En la esfera de las artes plásticas, fue la
Generación de la ruptura la que renovó, a través del neofigurativismo y la
abstracción, la escena visual mexicana, dominada por el muralismo bajo el
sustento de la Escuela Mexicana de Pintura. Frente al nacionalismo exacerbado
promovido por esta, los artistas de la ruptura incentivaron, desde espacios de
consolidación privados, un proceso internacionalista que recién encontraría
legitimación estatal en el decenio siguiente.5 Por otra parte, a finales de los 50, la juventud
mexicana dio un giro hacia el existencialismo, en tanto una forma de
resistencia que tiempo después se etiquetó como la “contracultura”. Esta
impactó de modo singular en el terreno de la música, ya sea de la mano del rock and roll y el movimiento beat,
como también en relación con el jazz y el surgimiento
de los cafés existencialistas.6
En la década del 60, este
proceso continuó y se amplió. A la creación de dos nuevas editoriales como ERA
(1960) y Siglo XXI (1965) se le sumó la inauguración del Museo de Artes y
Ciencias (1960) y de las sedes actuales del Museo Nacional de Antropología
(1964) y el Museo de Arte Moderno (1964). Por el lado del cine, nuevas
entidades medulares en este contexto de renovación tuvieron lugar por aquellos
años. En 1959 se creó la Sección de Actividades Cinematográficas de la
Universidad Nacional Autónoma de México y, en 1960, la Filmoteca de la UNAM. Al
año siguiente se fundó el grupo Nuevo Cine, el cual lanzó al poco tiempo la
revista homónima. Dos años más tarde se gestó el Centro Universitario de
Estudios Cinematográficos (CUEC), dependiente de la UNAM. Asimismo, en 1964, el
Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) convocó al I
Concurso de Cine Experimental, en el cual participaron directores emergentes
que vislumbraron un aire de cambio. Todas estas formaciones se encontraban en
sintonía con las prácticas innovadoras que se estaban desarrollando en la
región y por fuera de ella. Tal como señala Mariano Mestman (2016), se
estableció un “fluido diálogo con los procesos de renovación y experimentación
cultural sesentistas en el plano internacional […] aunque cada país reconozca
movimientos propios y esas influencias se procesen en configuraciones
culturales particulares” (p. 39).
En consonancia con los
objetivos de este trabajo, a continuación nos enfocaremos específicamente en el
campo cinematográfico mexicano durante esta etapa, su vínculo activo con otros
espacios de la cultura y el rol de la universidad para con la modernización
estética y el sustento posterior brindado en torno a la politización acaecida
dentro de ese ámbito. No obstante, previamente, para poder comprender estas
singularidades, es necesario señalar dos premisas que deben ser leídas en un
marco regional. Por un lado, entre las décadas del 30 y del 50, México, al
igual que Argentina y de forma tardía Brasil, logró forjar una sólida industria
cinematográfica tomando como base el modelo hollywoodense
de estudios, estrellas y géneros. Luego del apoyo brindado a los aliados en la
Segunda Guerra Mundial, este se benefició del abastecimiento de película virgen
por parte de los Estados Unidos. Para mediados de la década del 50, el modelo
industrial en Argentina y México comenzó a sufrir un claro desgaste, mientras
que Brasil tomó la delantera. De este modo, Paulo Antonio Paranaguá (2003)
etiqueta a estas tres cinematografías como productivas, al tiempo que países
como Chile, Cuba o Venezuela, por ejemplo, no alcanzaron a conformar en esta
fase una tradición industrial estable –en cuanto a volumen y rentabilidad–,
dando cuenta del carácter disímil y heterogéneo del cine latinoamericano. Por
otro lado, es posible constatar que el film breve se erigió a partir de los 50,
en la mayoría de los países de América Latina, como un impulsor de la
renovación cinematográfica, convirtiéndose en ciertos casos en una piedra
angular de la modernidad fílmica. Salvo algunas excepciones, el cortometraje
–por su marginalidad, sus bajos costos y las nuevas posibilidades técnicas que
arribarían poco a poco a la región– se transformó en un medio eficaz que se
desenvolvió en espacios alternativos a la industria, como los talleres, los
seminarios y las escuelas de cine, epicentros de la renovación.
Si bien es cierto que uno de los
principales estímulos para la renovación del cine en México fue el Concurso de
Cine Experimental que provino del propio ámbito de la industria, diversas
propuestas innovadoras procedentes de espacios universitarios, alternativos e
independientes antecedieron y acompañaron este desarrollo. Una de las más
importantes fue, sin dudas, la constitución del grupo Nuevo Cine a comienzos de
1961.7 Tomando como referencia a la nouvelle
vague francesa, y en concordancia con los “nuevos cines” europeos y
latinoamericanos, este se propuso revertir la crisis del cine nacional y
renovar la cultura cinematográfica en México (Miquel, 2010).8 Entre sus objetivos, asentados en el manifiesto del
grupo publicado en el suplemento cultural “México en la cultura” del diario Novedades, se encontraba la defensa de la libertad de
expresión de los cineastas, la consolidación de espacios para difundir cine
independiente, documental y de cortometraje, el impulso a los cineclubes y la
creación de un ámbito de formación.9 A pesar de que en su corta existencia –de enero de
1961 a agosto de 1962– no alcanzó a llevar a cabo todas las acciones deseadas,
el grupo estableció el horizonte de expectativas de una nueva generación de
pensadores y hacedores vinculados al cine, puesto que la mayoría de sus
miembros participaron luego de los espacios surgidos al interior del terreno universitario,
en el que hallaron un sustento institucional que acogió sus formas de concebir
el quehacer fílmico. Del mismo modo que muchos de los movimientos y tendencias
cinematográficas sesentistas, Nuevo Cine contó con una revista homónima que
ofició en tanto órgano legitimador y difusor de su línea de pensamiento. El
proceso innovador que pretendía el grupo implicaba como primer paso para
subsanar la crisis un fuerte embate frente al núcleo de realizadores que, a
través del sindicato, regulaba la producción e impedía el ingreso a la
industria de nuevas figuras. Esta presión derivaría pronto en la concreción del
ya mencionado concurso. No obstante, la renovación también respondía a un
contexto cultural más amplio, en el cual se intentaba canalizar la frenética
modernización que el país estaba experimentando (De la Vega Alfaro, 2015). En
este sentido, ese espíritu renovador era compartido por otras disciplinas
artísticas como las artes plásticas, en la que un grupo de pintores,
principalmente de la mano del arte abstracto, arremetió contra las formas
anquilosadas del muralismo bajo el sustento de las entidades oficiales,
buscando un recambio generacional. De hecho, artistas como Vicente Rojo o
Gabriel Ramírez eran parte del grupo Nuevo Cine, lo cual marcó un camino común
que tendría su punto culminante en el compromiso social y la radicalización política
del campo cultural a finales de la década.
Por su parte, como hemos
destacado anteriormente, la UNAM fue fundamental para la renovación del arte y
del cine local. Uno de los primeros indicios de este nuevo panorama fue el
seminario de cine que, dentro de la Universidad, coordinó Jaime García Terrés
en 1954. Poco tiempo después, el cine encontraría allí un terreno propicio para
su consolidación y expansión, siendo la figura de Manuel González Casanova una
pieza clave en este recorrido, especialmente en torno a la problemática
patrimonial que abordaremos a continuación. A comienzos de los 50, fue el
impulsor de la cultura cineclubística en México, y hacia finales de la década
fue convocado por la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM para desarrollar
el área destinada al séptimo arte, dando forma en 1959 a la Sección de
Actividades Cinematográficas (transformada en Departamento a mediados de los 60
y en Dirección general durante los 80). A lo largo de sus veinte años en el
cargo, produjo más de treinta cortometrajes y casi una decena de largometrajes.
En 1963, luego de promover varios cursos y talleres, fundó el Centro
Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), con el objetivo de formar
profesionales e incentivar la realización de un cine moderno alejado de los
imperativos industriales. Ese mismo año, el Centro inició una cuantiosa
producción de cortometrajes cuyo puntapié inicial fue, en calidad de ejercicio
práctico, A la salida (Giancarlo Zagni, 1963).
Durante su gestión (1963-1978), el CUEC produjo alrededor de 120 films breves y
varios largometrajes. Cineastas como Jaime Humberto Hermosillo, Alfredo
Joskowicz y Leobardo López Arretche, referentes de un cine renovador, fueron
egresados y docentes del CUEC. Sin embargo, el valor de su tarea no solo radicó
en el estímulo a la producción y la consagración de nuevos espacios que
sustentaban la tan ansiada renovación. Como bien señala Gabriel Rodríguez
Álvarez (2009), “Manuel González Casanova ha dedicado su vida al cine,
entendiéndolo como una cultura en movimiento y un patrimonio que es posible
conocer, difundir y resguardar” (p. 15). En este sentido, uno de sus mayores
aportes fue la creación, como parte de la sección que presidía, de la Filmoteca
de la UNAM en 1960. Desde entonces, esta entidad asumió la labor de rescatar,
recuperar, preservar y, por sobre todas las cosas, dar acceso y difusión al
patrimonio cinematográfico mexicano. Para 1963, su acervo llegaba a los 137
films y, cuatro años más tarde, disponía ya de 300 obras. Asimismo, González
Casanova se encargó de divulgar y dar a conocer los films por medio de la
organización de festivales, encuentros en cineclubes y programas de televisión.
Resulta pertinente señalar
que en los espacios de producción recién mencionados predominó el cortometraje
documental por sobre las demás tipologías fílmicas. La escasez de recursos
económicos podría ser un factor que justifique esta situación,10 aunque el carácter patrimonial y de documentación que
comenzaba a otorgársele al medio cinematográfico quizás determinó la
productividad de este, lectura retrospectiva que debe contemplar necesariamente
la actividad cinematográfica alrededor del 68 mexicano.
Ahora bien, la Universidad fue
además un lugar de encuentro entre las esferas artísticas no solo en términos
estéticos, sino, por sobre todas las cosas, en cuanto a su vertiente política.
La presencia de Manuel González Casanova resulta medular para comprender la
injerencia del cine mexicano universitario en estas dos facetas. En primer
lugar, esta entidad promovió el acercamiento entre el cine y las artes visuales
a través del fomento y el financiamiento de cortometrajes en torno a la
corriente del film sobre arte, destacándose aquellas
obras alrededor de la Generación de la ruptura. Por ejemplo, el propio González
Casanova realizó Tamayo en 1967. Aunque en este punto
sobresale la trilogía denominada La creación artística
(Juan José Gurrola, 1965), sobre las figuras de José Luis Cuevas, Alberto
Gironalla y Vicente Rojo; “serie que marca un claro enfoque político de la UNAM
al conceder un espacio considerable a los artistas de la ruptura” (Cossalter,
2018, p. 26), artistas que compartían con los cineastas emergentes un clima de
época y una necesidad por experimentar con el lenguaje. En estos films es
posible advertir una nítida perspectiva intermedial gracias al registro y a la
intervención del proceso
creativo y de las obras plásticas mediante recursos fílmicos innovadores. Esta
intermedialidad, concebida en tanto fenómeno que configura un cruce de
fronteras entre medios de distinta naturaleza (Rajewsky, 2005), se vislumbra en
estos cortometrajes a través del procedimiento de la dramatización y
narrativización de las obras pictóricas, así como de la presencia performática
y activa del artista en escena.
Asimismo, por fuera de esta
tendencia puntual, fueron concebidos otros films breves acerca de las artes
visuales. Entre ellos, mencionamos José Guadalupe Posada
(1966) y Siqueiros (1969), ambos de Manuel González
Casanova, Remedios Varo (1965) de Jomí García Ascot y
Arte Barroco (1968) de Juan Guerrero y Carlos
González Morantes. Por último, Felipe Cazals también fue un
cineasta moderno que abordó en su producción temprana esta disciplina.
Podemos afirmar que la
Universidad, desde la Dirección General de Difusión Cultural y el CUEC, apoyó y
respaldó plenamente al movimiento estudiantil en su lucha, brindando los
recursos materiales para que los estudiantes y los profesores salieran a las
calles a filmar. Hay que resaltar que recién para 1968 el CUEC dispuso de un
equipamiento considerable para ofrecer una formación práctica deseable, aunque
decidió destinar todo su capital para registrar los acontecimientos acaecidos
(Rodríguez Álvarez, 2009). Prácticamente todas las escuelas de cine en América
Latina modificaron, hacia finales de los 60, sus planes de estudio a favor del
compromiso social y la acción política, entendiendo al cine como un vehículo de
transformación. El mismo González Casanova incentivaba a los estudiantes a
comprometerse desde el quehacer cinematográfico con la realidad circundante. Su
determinación política y su concepción patrimonial lo llevaron a realizar el
film inconcluso Los estudiantes, la Universidad y la
violencia (1968) y a ser el principal promotor del primer largometraje
universitario: El grito.
Para concluir, el respaldo
al movimiento estudiantil partía de la Universidad, pero la excedía, abrazando
a un sector del campo cultural de manera mancomunada. Artistas, literatos e
intelectuales de diversa índole colaboraron con el movimiento por medio de
pronunciamientos y acciones artísticas concretas.11 Este es el caso de la performance
Mural efímero, registrada en el cortometraje homónimo
(Raúl Kamffer, 1968-1973), el cual significó uno de los puntos más altos de la
contracultura, del encuentro entre cineastas y artistas plásticos y de la voluntad
por construir una memoria audiovisual en torno a un presente histórico
convulsionado.
Como coda de este apartado,
resulta pertinente señalar que el cine moderno y el cine político continuaron y
terminaron de consolidar su desarrollo en México durante los 70, después del
cimbronazo que significó el fenómeno alrededor del movimiento estudiantil. A
fines de los 60, Arturo Ripstein, Felipe Cazals, Rafael Castanedo, Pedro Miret
y Tomás Pérez Turret formaron el grupo Cine Independiente de México, sin apoyo
estatal, dentro del cual concibieron varias películas rupturistas. Por otro
lado, en 1971 se creó el Centro de Producción de Cortometraje (CPC), que si
bien contaba con fondos públicos y estaba destinado a difundir –entre otras
cosas– obras gubernamentales, también impulsó la realización de films de
carácter social y artístico. Finalmente, hacia mediados de los 70, un grupo de
estudiantes fundó el Taller de Cine Octubre, con el objetivo de producir un
cine al servicio de la lucha de los trabajadores. Todos estos espacios tuvieron
un factor en común: la presencia del film breve como medio de experimentación y
vehículo de transformación social.
Como ya hemos subrayado, es posible
referirse a esta etapa histórica a nivel regional desde la conceptualización de
una época, caracterizada por la modernización y la
creciente politización del campo cultural en países atravesados por revueltas
sociales al interior de contextos signados por golpes de Estado y Gobiernos
autoritarios. En esta senda, Mariano Mestman (2016) profundiza en estos
aspectos centrales y plantea dos postulados para comprender el devenir
sociocultural de América Latina: lo contracultural y el tercermundismo. Por
tanto, el autor propone pensar a la región
como un programa o incluso como un significante en pleno
funcionamiento durante este periodo en el cual el propio latinoamericanismo se
reformula en lo cultural y lo político, y asume un renovado sentido emancipador
o liberador bajo la influencia de la Revolución cubana. (p. 7)
Dentro de este panorama, el
arte –y, en este caso concreto, el cine– jugó un papel destacado en tanto
dispositivo de aprehensión y transformación social. Si bien los objetivos de
orden político pasaron a un primer plano, ciertos elementos estéticos/formales
innovadores contribuyeron con el anhelo contracultural.
Ahora bien, la capacidad del
cine para registrar en imágenes un acontecimiento histórico refuerza y potencia
sus posibilidades de acción. Tal como sostiene Pierre Sorlin (2008), “el cine
no es sólo el reflejo de su época, pertenece a ella y creando figuras,
fenómenos, modos de ser, ejerce acción en ella” (p. 26). Esta conjunción de
funcionalidades puede observarse nítidamente en el quehacer cinematográfico
alrededor del 68 mexicano, aunque –a diferencia del cine político-militante
surgido en otros países de la región– en México el resguardo del orden
constitucional fue una premisa consensuada por el movimiento estudiantil
(Vázquez Mantecón, 2018). La crítica al Gobierno giraba en torno al desvío de
los carriles de legalidad del Estado. Mientras que films como La hora de los hornos (Cine Liberación, 1966-1968), Me gustan los estudiantes (Mario Handler, 1968) o Argentina, Mayo de 1969: los caminos de la liberación
(Realizadores de Mayo, 1969) convocaban al pueblo a la lucha armada, en las
películas producidas por el movimiento estudiantil mexicano la
contrainformación y la concientización fueron los pilares para alcanzar un
mayor compromiso en miras al añorado cambio, así como el punto de partida hacia
la construcción de una memoria visual.
El conflicto estudiantil que
dio origen al movimiento surgió en el contexto de un país en plena organización
de los Juegos de la XIX Olimpíada. Conflicto que, según las fuentes, comenzó en
julio con un enfrentamiento entre estudiantes de dos instituciones (reprimido
por la policía) y fue escalando en términos de organización, movilización y
violencia estatal. La represión de la manifestación del 26 de julio derivó en
la toma de las escuelas por parte de los estudiantes y en un nuevo ataque del
ejército, esta vez a la Preparatoria 1 de la UNAM. Este hecho marcó un antes y
un después, determinando el pronunciamiento de las autoridades universitarias y
la consiguiente organización del Consejo Nacional de Huelga (CNH), un ente
democrático que, a través de asambleas, decidiría el accionar del movimiento y
cuyo acto fundacional fue la entrega a las autoridades nacionales de un petitorio
con las seis principales demandas estudiantiles frente a los actos represivos.
Durante el mes de agosto, el movimiento se consolidó y organizó dos grandes
manifestaciones, dispersadas por los militares. Luego de la amenaza del
presidente Gustavo Díaz Ordaz al movimiento y la posterior Marcha del Silencio,
se produjo la toma de la Ciudad Universitaria por parte del ejército y el
apresamiento de estudiantes y profesores. La manifestación de octubre en la
Plaza de las Tres Culturas fue el punto crítico: el ejército sitió la plaza y
abrió fuego contra los estudiantes, dando lugar a la denominada Masacre de
Tlatelolco, que desembocó en el final del movimiento estudiantil. Como bien
señala Álvaro Vázquez Mantecón (2016), “el conflicto entre el Gobierno y los estudiantes
puso al descubierto el autoritarismo de un régimen que se negaba a reconocer
las demandas de libertad política de una clase media que había crecido al
amparo del desarrollismo de los años sesenta” (p. 289). De cara a esta
situación, y con vistas a romper el cerco informativo oficial, la Universidad
se propuso registrar el conflicto desde los inicios y conformar un
cine-documento, inmediato y políticamente activo.12
El primer documental en
relación con el movimiento estudiantil fue Únete pueblo
(Óscar Menéndez, 1968), que registra el desarrollo de este desde el interior
entre el 26 de julio y el 27 de agosto, financiado por el Consejo Nacional de
Huelga y con la colaboración de varias personas vinculadas a la Universidad.
Posteriormente, con material fílmico y fotográfico en torno a esos
acontecimientos, Menéndez realizaría dos documentales más sobre el tema: Dos de octubre, aquí México (1968-1970) e Historia de un documento (1970-1971). Sin embargo, de
acuerdo con lo expresado por Juncia Avilés Cavasola (2015), “los estudiantes
consideraban necesario ir más allá del acto informativo del cine de propaganda.
No solo querían dejar una huella de lo que ocurría, sino invitar a diversos
sectores de la sociedad a que participaran de ella” (p. 65). En este sentido, y
de la mano de las brigadas informativas del CUEC, un grupo de cineastas –entre
los que se encontraban Paul Leduc y Rafael Castanedo– se acercaron al CNH para
realizar cortometrajes documentales testimoniales que presentaran el punto de
vista del movimiento estudiantil. De este modo, surgieron los cuatro Comunicados cinematográficos del Consejo Nacional de Huelga,
de autoría colectiva, de los cuales se conservan tres, y que, a diferencia de
lo que comúnmente se dice de estos, combinan la noción de un documento vivo con
un marcado sentido estético que se sostiene, de un modo similar a los cortos
realizados por el cubano Santiago Álvarez, mediante el uso evidente del montaje
y la articulación creativa entre las bandas de imagen y sonido.
En parte, esta semejanza con
la obra del documentalista cubano deviene de la predominancia de imágenes
fotográficas por sobre imágenes fílmicas que evidencian los comunicados y la
potencia que adquiere el montaje en la construcción de una narración política y
poética.
El comunicado nº 1, “La
agresión”, está conformado por fotografías extraídas de la revista ¿Por qué?, recortes periodísticos y una banda sonora
experimental que, junto con la edición, le agregan al objetivo comunicacional
inmediato –la mostración de las causas de la protesta– un marco estético. Según
lo expresado por Álvaro Vázquez Mantecón (2018), “se trata de un lenguaje
cinematográfico cercano a la vanguardia” (p. 79). En este sentido, el carácter
contracultural tensiona los polos de arte y documento. El montaje, en compañía
del encuadre y los movimientos de cámara, edifica una secuencia narrativa a
partir de las fotos fijas, imprimiéndoles dinámica y movimiento. La banda de
sonido refuerza este aspecto, por ejemplo, al añadir un sonido similar al de un
grito junto a la imagen fija de un estudiante que efectivamente grita. A su
vez, con el propósito de contrainformar, se incorporan de forma crítica
recortes periodísticos de una prensa oficial que respalda el accionar
gubernamental, al tiempo que –en la banda sonora– la música electrónica a modo
de ruidos disonantes marca una tensión en aumento. Finalmente, el primer
comunicado concluye con el registro cinematográfico de una las manifestaciones
–la del 1 de agosto– y de las diversas pancartas en alto, un motivo visual que
se repetirá en la mayoría de los films en torno al movimiento estudiantil y que
deja entrever su dimensión contracultural.
El comunicado nº 2, “La
respuesta”, comienza con una secuencia de tres fotografías y una toma aérea que
exhiben la organización y rápida concentración de los estudiantes en la
manifestación del 13 de agosto, mientras que en la banda sonora oímos una
versión de la canción de Violeta Parra “Me gustan los estudiantes”, cuya letra
describe de manera lúcida la coyuntura mexicana y realza el espíritu colectivo
de lucha. Acto seguido, podemos observar un fragmento audiovisual de la
asamblea del CNH en la que se resuelve el cese de las actividades en línea con
la exigencia del cumplimiento del pliego. Luego, los registros de la
manifestación pasan a un primer plano a través de diversos recursos formales.
En primer lugar, de forma simbólica, se interviene la película mediante el
rayado de esta sobre una fotografía, encima del rostro de uno de los
manifestantes que porta un megáfono, en alusión al cerco informativo que
intentaban quebrar. En segundo lugar, nuevamente, la banda sonora –dos
discursos y la canción de Judith Reyes “Los granaderos”– funciona como
complemento al montaje de fotos fijas –que incluye movimientos de cámara y el
procedimiento del zoom–, colaborando en la creación
de una temporalidad cinematográfica sobre la base de una narración que pone el
acento en la concientización y la contrainformación. Este bloque de imágenes
focaliza también en las pancartas, carteles, graffittis,
serigrafías y volantes desplegados en la manifestación, en la que el punto más
álgido está representado –registrado cinematográficamente– por una suerte de performance simbólica en la cual se quema el muñeco de un
gorila granadero. Una vez más se puede apreciar cómo el talante contracultural
trasciende al mero panfleto, y no por casualidad el cortometraje documenta con
agudeza ese ánimo. Por último, este segundo comunicado acaba con un texto en
letra negra sobre fondo blanco, escrito a máquina y a la manera de un
intertítulo propio del cine político de la época, en el que se evidencia que la
lucha estudiantil se convirtió en una lucha popular.
Para concluir, el comunicado nº 4
está centrado en la manifestación del 27 de agosto y la represión del día
siguiente. No obstante, este se inicia con un procedimiento novedoso, hasta
ahora ausente, que remite de algún modo a la corriente del cinéma
vérité francés: el testimonio de la gente ante las preguntas de los
estudiantes acerca del apoyo al movimiento estudiantil escoltado por una
cámara que contempla la modernidad de la ciudad. Posteriormente, se retoman las
formas creativas de articular las bandas de imagen y sonido para desarrollar la
línea documental de acción y generar conciencia: un discurso que acompaña a los
créditos del comunicado; imágenes del encuentro cultural, pinturas y pancartas
junto a las consignas y los cánticos de los estudiantes; fotografías fijas
fuera de foco de los policías al ritmo del sonido del latir de un corazón. Este
latir continúa durante las imágenes en movimiento que dan cierre al comunicado,
en el que visualizamos desde una toma aérea las corridas de los manifestantes y
la represión policial, la cual es señalada de forma redundante por una suerte
de dedo acusador delante de la cámara.
En resumen, los tres comunicados
resaltan la condición del cine como agente de la
historia (Ferro, 1980). Es decir, pretenden influir en la sociedad e intervenir
en ella generando algún tipo de respuesta. Para ello, los estudiantes de cine
“aprendieron la importancia de lo inmediato –por otra parte, esencia del
documental– al hacer tomas oportunas” (Vázquez Mantecón, 2016, p. 295). La preocupación
por la inmediatez, la escasez de los recursos y la falta de experiencia
determinó la imperfección del material registrado. En este sentido, el mero
registro fotográfico o fílmico de los hechos no constituye por sí solo al
documento (audio)visual en una obra de carácter estético. Son el sentido
contracultural provisto y el lenguaje moderno utilizado en la construcción
final los elementos que dotan a la
propuesta comunicacional política de un halo artístico, cuando menos estético.13
A diferencia de los Comunicados… y del mencionado corto de Óscar Menéndez,14 hubo otras dos producciones que, filmadas igualmente
en pleno desarrollo del movimiento estudiantil, fueron terminadas unos pocos
años después. Se trata del largometraje El grito
(Leobardo López Arretche, 1968-1970), concebido por el CUEC, y el film breve Mural efímero (Raúl Kamffer, 1968-1973), solicitado por la
Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM. En este punto surge el
interrogante de si es posible considerarlas como obras que abordan el presente
histórico. Desde el plano de la conformación de un documento visual, no hay
dudas. Desde la óptica de la práctica política de intervención de la realidad
inmediata, tampoco, aunque vale la pena realizar una breve reflexión al
respecto.
Ambos proyectos surgieron
durante el transcurso de los acontecimientos, por lo que su intención era
influir en la sociedad por medio de la contrainformación y la concientización.
Si entendemos al presente en tanto un proceso continuo y no como un mero corte
sincrónico, podemos pensar que, debido a la magnitud del fenómeno, tales
objetivos estaban todavía vigentes en el contexto de culminación de estos
films. Ahora bien, es cierto que estas dos películas plantean una relectura de
los hechos (Avilés Cavasola, 2015; Vázquez Mantecón, 2018), pero lo hacen
anclados en un presente cercano a estos, o, mejor dicho, en un pasado próximo (Lara López, 2005), y el material registrado
sigue siendo el núcleo sobre el que se fundan las obras. En definitiva, podrían
ser tratadas como productos híbridos en cuanto a su condición de pasado/presente,
aunque para los fines de nuestro trabajo constituyen inequívocamente un patrimonio del presente (Colin, 2014).
En esta oportunidad,
analizaremos únicamente Mural efímero, ya que nos
hemos enfocado solo en el cortometraje alrededor del movimiento estudiantil.
Asimismo, El grito es un film que ha sido harto
trabajado por el campo académico, si bien no por ello resulta menos importante
su estudio.15 Junto con las dos obras examinadas en el presente
apartado, este largometraje configura la tríada que dio el puntapié inicial
para la formulación de una memoria visual en torno al 68 mexicano. Las tres
comparten varias de las imágenes que se convertirían en motivos visuales
recurrentes en relación con el fenómeno histórico referido.
En Mural
efímero, las facetas de arte y documento se vislumbran con mayor
nitidez, puesto que el corto registra el proceso de construcción y desarrollo
de la performance homónima y del evento
contracultural que la contiene. La intención de recoger en imágenes un
acontecimiento artístico y político, fugaz y transitorio, da cuenta del
compromiso que la instancia de producción tenía en torno a la elaboración de
una memoria visual de un suceso concebido como trascedente para la historia del
país. A su vez, de acuerdo con lo señalado, este hito y su filmación constatan
uno de los estadios más altos de comunión entre las diferentes disciplinas y
agentes del campo cultural, a través del encuentro del arte visual, el cine, la
universidad y la determinación política.
Como reacción y solidaridad
ante la violencia represiva que padecía el movimiento estudiantil por parte del
Estado, un grupo de alrededor de cincuenta artistas plásticos –entre los que se
hallaban José Luis Cuevas, Ricardo Ochoa, Manuel Felguérez y Luis Urías–
resolvió levantar un mural sobre las láminas acanaladas que protegían a una ya
damnificada estatua de Miguel Alemán, situada en la explanada de la Ciudad
Universitaria. Este acto performático se llevó a cabo en el marco de uno de los
festivales culturales organizados por el CNH. En concreto, se trató de una
creación colectiva, ejecutada con fondos de donativos personales, en la que
artistas de distintas procedencias y estilos se congregaron con un único
propósito: apoyar al movimiento estudiantil y visibilizar la conducta
autoritaria del presidente Gustavo Díaz Ordaz por medio de una intervención
artística comprometida. El grueso del film, de tan solo diez minutos de
duración y realizado en color, consiste en un registro con enfoque
observacional en torno al desarrollo del hecho artístico, acompañado de un
montaje dinámico que presenta diversos emplazamientos de cámara, los cuales
evidencian múltiples puntos de vista en torno al mural. Por su parte, la cámara
no solo se aboca al seguimiento del fenómeno en sí mismo y del producto
culminado a través de un recorrido que se concentra en los distintos sectores
de la obra, sino que también repara, con una óptica similar, en el festival que
aúna al artefacto estético y que abarca la emisión de discursos y la lectura de
textos poéticos, la presencia de mesas populares de libros y bandas musicales
en vivo.
No obstante, según lo
anticipado, el cortometraje manifiesta una doble temporalidad: la de gestación
del proyecto y toma de imágenes y la del montaje final. Mientras que el
registro observacional de creación del mural expone la voluntad y necesidad de
documentar el evento para difundir el compromiso de la esfera cultural con el
movimiento estudiantil, la etapa de posproducción –diferida en el tiempo, luego
de acaecida la Masacre de Tlatelolco– aporta una nueva lectura, la cual
refuerza el carácter de contrainformación y concientización del film, postura
análoga a la revisada en los Comunicados…, concluidos
y divulgados en pleno desarrollo de los hechos.
Tres recursos colaboran en
este cometido: la incorporación en la banda sonora del tema musical de Deep
Purple “Child in time”, que “acentúa el tono contracultural de las imágenes”
(Vázquez Mantecón, 2018, p. 81); la presencia de textos poéticos proferidos por
una voz en over, que potencian la perspectiva
política del sujeto de enunciación;16 y un collage experimental
final de fotografías superpuestas de los jóvenes muertos en la Plaza de las
Tres Culturas y de uno de los principales responsables de la masacre (el
general y jefe del Departamento del Distrito Federal, Alfonso Corona del
Rosal). En tal sentido, podemos reafirmar que el cortometraje, a pesar de
elaborar parcialmente una reflexión en retrospectiva, mantiene activos los
objetivos iniciales de quebrar el cerco informativo y concientizar a la
sociedad, en un presente que se piensa como un puente directo con la coyuntura
abordada, de la mano de una instancia de producción que ofrece claros indicios
de un afán por sentar las bases para edificar una memoria visual sobre lo
ocurrido.
Si bien el consenso mundial y la
plena conciencia sobre la existencia de un patrimonio audiovisual que debe ser
conservado data de comienzos de la década del 80, a partir de la Recomendación sobre la Salvaguardia y la Conservación de las
Imágenes en Movimiento (1980) de la UNESCO, la importancia del cine en
cuanto a su valor cultural es un asunto que comenzó a discutirse desde los
mismos inicios del cinematógrafo. Oskar Messter, fabricante alemán de cámaras
fotográficas, decía en 1898 que “gracias al cine los hechos históricos dejarán
una huella en el porvenir, se podrá reproducirlos naturalmente, no solo en su
época, sino también para las generaciones futuras” (Messter como se cita en
Sorlin, 2008, p. 19). En la década del 30 comenzaron a fundarse las primeras
cinematecas y archivos fílmicos. Ahora bien, la voluntad
institucional/individual por conservar algo denominado patrimonio
fílmico no es lo mismo que el afán de adjudicación patrimonial –o, mejor
dicho, anticipación patrimonial (Colin, 2014)– de un
film en la instancia de producción. De hecho, no siempre van de la mano ambas
determinaciones. En este sentido, Manuel González Casanova fue una figura que
entendió al cine como un patrimonio en estas dos facetas. No solo fundó la
Filmoteca de la UNAM para resguardar y preservar el acervo mexicano,17 sino que impulsó el desarrollo de un cine consciente
de su función social y cultural en dos vertientes: la corriente del film sobre
arte y la tendencia de registro y documentación del movimiento estudiantil.
Por lo dicho hasta el
momento, podemos sostener que la noción de patrimonio,
comprendida desde la perspectiva de una construcción social y cultural, no
comporta de forma excluyente y obligatoria una relación con el pasado. Así
pues, estamos en condiciones de afirmar que los cortometrajes documentales
analizados en el apartado anterior se concibieron en tanto patrimonio
del presente, es decir, como “un objeto que no tiene fundación y
legitimidad histórica para transformarse oficialmente en patrimonio” (Colin,
2014, p. 6), pero al cual se le otorga un estatuto patrimonial. A finales de
los 60, la UNAM en su totalidad entendió al cine como una herramienta de
transformación social y como un medio capaz de documentar un hecho
sociocultural trascedente susceptible de convertirse en un patrimonio
(audio)visual en torno a los acontecimientos. De esta forma, podemos aseverar
que aquellos primeros cortos documentales alrededor del 68 mexicano forjaron
una memoria del presente. Al igual que la idea de patrimonio, el concepto de memoria
no necesariamente debe asociarse con el tiempo pasado. La memoria, pensada en
tanto proceso antes que producto, puede ser comprendida como trabajo (Jelin, 2002), puesto que se manifiesta a la manera
de una actividad de creación y construcción. El cine, de acuerdo con sus
cualidades de registro visual y sonoro, se erige como un dispositivo efectivo
de producción de memoria(s). A propósito de la relación entre el cine, la
memoria y el eje temporal, Carmen Guarini (2002) expresa:
la acción misma de registrar elementos de un presente forman
parte del trabajo de construcción de la memoria social, ya que la elaboración
de registros audiovisuales no es un acto mecánico sino una empresa llevada
adelante por sujetos sociales históricos que inciden subjetivamente en su
producción. (p. 116)
Precisamente por tal motivo,
hemos hecho hincapié en el análisis de la doble condición de arte/documento que
vislumbran los cortos en torno al movimiento estudiantil, ya que no son meros
registros inocuos, sino que su función comunicacional –y mnemónica–, además de
enmarcarse en un halo estético, está orientada desde un enfoque subjetivo,
anclado en un presente de convulsión social colectiva.
Tanto los Comunicados… como Mural efímero
–y, por supuesto, el largometraje El grito, sobre el
cual hemos señalado su valor testimonial y su productividad en la posterior
tradición visual sobre lo acaecido– dan cuenta de algunos elementos que
colaboraron en la edificación y consolidación de una memoria dinámica acerca
del movimiento estudiantil. En primer lugar, la función contrainformativa
propuesta por estos cortos conlleva en sí misma un anhelo por dar forma a una
memoria activa sobre lo acaecido, puesto que uno de los objetivos centrales
consistía en romper el cerco informativo impuesto desde el Gobierno.
En efecto, durante varias
décadas, estas películas se erigieron como los únicos testimonios visuales
sobre el tema (Vázquez Mantecón, 2018), de allí su fructífero carácter
mnemónico. En segunda instancia, la capacidad y disposición observacional de la
cámara en estos relatos contribuye al desarrollo de una memoria visual. Por
fuera del montaje de fotografías fijas –en el que la cámara también tiene un
papel de visibilización– el aparato de filmación se convierte en un personaje
más que se involucra en la multitud para registrar en detalle, a través de un
enfoque inmanente, las sensaciones experimentadas y los hechos ocurridos.
En estrecha relación con lo
anterior, resulta pertinente destacar la preeminencia de una narración de lo
visual como eje rector de los films por sobre un comentario verbal exterior. En
los Comunicados…, la ausencia de una voz en over que oficie de guía y la utilización creativa de la
banda sonora a través de los discursos y las consignas le conceden a la banda
visual una posición preponderante, que se traduce en la centralidad de las
fotografías fijas y el foco puesto en las pancartas y otros símbolos visuales
explorados anteriormente.
Por otra parte, con respecto
a Mural efímero, la intención de fijar e inmortalizar
en imágenes un evento pensado como pasajero y transitorio guarda en sí un gesto
consciente de adjudicación patrimonial y un deseo por conformar una memoria
visual de este acto cultural para la posteridad. Por cierto, este cortometraje
fue filmado en película a color, algo inusual en aquellos tiempos para una
producción de bajo presupuesto realizada en condiciones de relativa urgencia;
dato que trasciende la mera anécdota debido a que el registro del color es una
variable fundamental a la hora de documentar de manera fidedigna los trazos del
mural pictórico. En consecuencia, de acuerdo con lo expresado, estas obras
elaboraron una memoria del presente y podrían pasar a formar parte de una
tendencia cinematográfica particular dado que, en palabras de José Luis Sánchez
Noriega (2008), “el cine de la memoria trata conflictos contemporáneos de gran
trascendencia –y, por tanto, destinados a ocupar un lugar en la historia
futura–” (p. 91).
Según Peter Burke (2005), toda
imagen se puede convertir en un documento histórico si se la apropia no como fuente, sino en tanto vestigio del pasado en el presente, es decir, como
testimonio. De este modo, las imágenes condensan en sí mismas su propio
contexto social y es desde el presente que puede estimularse y activarse su
potencia como documento. En este sentido, las obras analizadas en torno al
movimiento estudiantil alentaron el desarrollo de una tradición visual que, de
forma muy temprana y hasta nuestros días, procuró revalorizar ese patrimonio
cultural inaugural y recuperar en cada contexto particular su condición de
documento histórico. Como bien señala Álvaro Vázquez Mantecón (2018): “En su
conjunto, las películas producidas
sobre y por el movimiento estudiantil mexicano de 1968 se han integrado en una
memoria visual contemporánea de aquel momento histórico” (p. 83); memoria
visual puesta en marcha en el presente de su concepción por los cortos
documentales examinados.
Estas obras primigenias no
solo aportaron las imágenes que configuraron los motivos visuales más
pregnantes sobre este momento histórico, sino que posibilitaron conformar un
imaginario alrededor del fenómeno social y cultural, también rescatado y
aludido de forma inmediata tanto en películas documentales como de ficción. No
es la intención de este trabajo detallar la extensa producción cinematográfica
mexicana pos-68 referida al movimiento estudiantil, tarea que con buen tino
llevaron adelante, entre otros, autores como Juncia Avilés Cavasola (2015) y
Rafael Aviña (2018). Sí vale la pena señalar que se trata –en presente, porque
es una tendencia con inicio, pero sin final– de una producción heterogénea que
abarca cortos, medios y largometrajes, diversos formatos, financiamiento
independiente y de corte estatal/industrial, diferentes tipologías fílmicas y
un alcance que trasciende en la contemporaneidad el ámbito estrictamente
cinematográfico para abrazar el audiovisual en términos generales.
Resulta imposible reproducir
en tan solo unas líneas la variedad temática y estilística abordada por estos
films, lo que da cuenta de cómo cada contexto de enunciación reactiva se
apropia y reelabora ese imaginario fundado en aquellas obras originarias según
las coyunturas particulares y las necesidades epocales. Por ejemplo, Avilés
Cavasola (2015) plantea una serie de corpus en función de determinadas
variables estructurales y temporales: referencias dentro del cine
universitario, un cine alegórico independiente y un cine estatal en torno al 68
durante la década del 70; un punto de vista asfixiante sobre la problemática
dentro de la escasez de producciones en la década del 80 y parte de los 90; la
revalorización del movimiento estudiantil de la mano del partido de izquierda
en los primeros 2000. Asimismo, podemos resaltar que en los años en los que se
conmemora un aniversario redondo sobre la Masacre de Tlatelolco, la producción
cinematográfica al respecto, así como las actividades de rescate de la memoria
visual y la revalorización de ese patrimonio, cobran gran protagonismo.18 En ese sentido, el devenir del cine en torno al
movimiento estudiantil refuerza el carácter mnemónico de los primeros cortos
documentales aquí analizados.
Para finalizar, mencionamos
un caso particular con el propósito de asentar estas premisas. Trazos en trozos: Mural efímero, México 68 (María Judith
Alanís Figueroa, 2008) es un mediometraje documental ganador de la Segunda
Convocatoria de Apoyo a Productores Independientes del Canal 22 de México. El
film recupera la experiencia de aquel acto performático por medio de
testimonios y material de archivo. La estructura del relato es más bien
clásica, con algunas marcas estéticas creativas, tintes poéticos y un claro
afán de puesta en valor patrimonial. El documental está organizado a partir de
bloques –de acuerdo con su origen televisivo– separados por títulos tales como
“contra la máquina de guerra”, “el pincel contra la imbecilidad humana”,
“trazos de poesía sobre láminas acanaladas”, “la bitácora de un viaje in situ”
y “la lucha sigue…”, los cuales resumen bajo cierto lirismo los tópicos
abordados en cada parte. Los testimonios, recogidos en la contemporaneidad,
pertenecen a historiadores del arte, periodistas, artistas plásticos que
participaron en el mural y cineastas de la época, quienes reflexionan de forma
vinculada acerca de las experiencias vividas y el contexto político-cultural en
el que estas se inscribieron.
Es importante subrayar dos
aspectos puntuales en relación con la presentación de estas intervenciones que
aluden directamente al imaginario sobre el movimiento estudiantil. Por un lado,
mientras que la mayoría de los artistas y cineastas son entrevistados en sus
talleres u hogares, los historiadores profieren sus palabras en un andamio
ubicado en la Ciudad Universitaria, el cual funciona en tanto objeto simbólico
que remite a la estructura de sustento del mural. Por otro lado, todas estas expresiones
orales están enmarcadas cual obra pictórica, y el rótulo con el nombre de cada
uno está apuntado en un diseño que emula una lámina acanalada, otra referencia
visual y simbólica en torno al fenómeno recobrado en el film.
Ahora bien, estos testimonios
se articulan dentro de la banda visual con imágenes de archivo de distinta
procedencia, en la que priman, por sobre todas las cosas, fragmentos del film
de Raúl Kamffer Mural efímero. El resto del compendio
se completa con fotografías periodísticas de la época, imágenes de los
cortometrajes documentales de Óscar Menéndez, un collage
dedicado a la gráfica del 68 y algunas fotografías de quien registró el
desarrollo del mural, junto con la inclusión de citas de José Revueltas y
Octavio Paz a modo de títulos dinámicos.
En definitiva, el documental
hace hincapié en el compromiso que los artistas tuvieron con el movimiento
estudiantil, y es a través de un enlace productivo entre las imágenes
registradas in situ y los testimonios orales que el
film puede reactivar la memoria sobre el 68 mexicano y la contracultura. Por
tanto, aquellas imágenes primigenias de Raúl Kamffer resultan fundamentales, ya
que funcionan como un faro que ilumina y anima cualquier discurso acerca de los
hechos acaecidos. En este sentido, el testimonio pronunciado por el cineasta
Federico Weingartshofer en el mediometraje sintetiza a la perfección la
concepción del cine universitario mexicano de finales de los años 60 y refuerza
de modo contundente las hipótesis de este trabajo: “El cine no era solamente un
medio que tenía fines estéticos, sino que también tenía fines de registro y de
trascender al tiempo, y de servir de testimonio”.
A lo largo de este trabajo hemos
pretendido asentar una serie de postulados acerca del cortometraje en torno al
movimiento estudiantil y el 68 mexicano concebido durante el desarrollo de los
acontecimientos. En primer lugar, pudimos observar la predominancia del film breve documental por sobre
otra tipología fílmica, como consecuencia de sus posibilidades económicas, la
capacidad de aprehensión del receptor y la inmediatez de los hechos. En segunda
instancia, constatamos el rol fundamental ejercido desde la década del 50 por
la Universidad Nacional Autónoma de México en la renovación estética del cine y
su posterior radicalización política, en el marco de la modernización del campo
cultural mexicano –compartida a nivel regional– que incluyó la interrelación de
las disciplinas artísticas y la acción mancomunada de sus agentes. Así pues,
los cortos analizados evidenciaron estas diversas facetas y vislumbraron un uso
creativo del lenguaje en la articulación de las bandas de imagen y sonido, con
el propósito de contrainformar y concientizar a la sociedad acerca de lo
sucesos acaecidos. Es decir que se colocaba en un primer plano la condición del
cine como agente de la historia.
Asimismo, estas películas dejaron entrever el compromiso conjunto de artistas
plásticos e intelectuales para con la causa estudiantil.
Ahora bien,
tanto los Comunicados… como Mural
efímero apelaron a la capacidad de registro visual del dispositivo
fílmico para conformar documentos históricos
conscientes de su valor patrimonial en el presente de
su confección. Para ello, fue vital la figura de Manuel González Casanova,
quien, dentro de la Universidad, estimuló y puso en práctica esta concepción
patrimonial.
Finalmente, luego de una
reflexión sobre la extensa tradición cinematográfica desplegada alrededor del
movimiento estudiantil desde entonces hasta la fecha, y a través del estudio de
un caso contemporáneo como Trazos en trozos: Mural efímero,
México 68, pudimos concluir que aquellos cortos inaugurales
construyeron una memoria del presente y permitieron
edificar un imaginario en torno al 68 mexicano, el cual es revalorizado,
reapropiado y reelaborado en cada contexto particular de acuerdo con intereses
y determinaciones coyunturales.
En definitiva, la Masacre de
Tlatelolco fue el clímax de un hito histórico trascendente en términos
globales, que marcó dentro de los confines nacionales el cierre de una etapa a
nivel político y cultural. En palabras de Álvaro Vázquez Mantecón (2016):
la experiencia del movimiento estudiantil mexicano de 1968 fue clave para la transformación de las prácticas culturales en el país. Dejaron de tener sentido los proyectos artísticos modernizadores que habían caracterizado el contexto de los años cincuenta y sesenta y que se hallaban en consonancia con la bonanza económica experimentada por el país. (p. 307)
De este modo, resultaría
interesante ahondar en cómo la experiencia del 68 impactó luego en el terreno
de la cultura, concretamente en el campo cinematográfico mexicano, al margen de
la tradición fílmica que recupera los hechos; devenir tímidamente esbozado en
el primer apartado de este trabajo a propósito del desarrollo del cine político
en la década del 70. Sin embargo, debido a la magnitud de los acontecimientos y
gracias al registro visual de estos, sería pertinente no solo pensar las
rupturas ocasionadas en los distintos órdenes del arte y la cultura, sino
también considerar los puentes generados. La notable tradición visual local
moldeada desde aquel entonces es una muestra de ello. A su vez, se tornaría
provechoso explorar de qué forma se rescataron las imágenes acerca del
movimiento estudiantil en otros cines por fuera de México, sobre todo en
aquellos países latinoamericanos que sufrieron golpes de Estado y Gobiernos
represivos. Ambas líneas de investigación se desprenden del recorrido de este
artículo y esperamos puedan concretarse en un futuro no tan lejano.
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Este artículo es el resultado de una estadía de investigación
realizada en la Filmoteca de la Universidad Nacional Autónoma de México en
enero de 2020, en el marco del proyecto de investigación “El film de corta
duración en América Latina. Reconfiguración del campo cinematográfico durante
los inicios del cine moderno”, financiado por la Agencia Nacional de Promoción
Científica y Tecnológica, Fondo para la Investigación Científica y Tecnológica
(FONCyT).
En trabajos previos hemos estudiado de forma comparada la
injerencia del film de corta duración en el terreno de la experimentación y la
politización en las cinematografías de América Latina. Para profundizar en
estas cuestiones, véase Cossalter (2017; 2018; 2019; 2020).
Ambos cortometrajes se encuentran disponibles para su
visualización en el canal de YouTube de la Filmoteca de la Universidad Nacional
Autónoma de México.
El desarrollismo estabilizador, tal como se conoció en aquel
país, continuó bajo las presidencias de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) y
Adolfo López Mateos (1958-1964).
Para profundizar en esta temática, véase Driben (2012).
La literatura y el teatro también tuvieron un resurgimiento
cultural en los 50 con exponentes como Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Juan José
Arreola, Salvador Novo y Seki Sano, entre otros.
Estaba integrado por figuras como Luis Alcoriza, Manuel Barbachano
Ponce, José de la Colina, Jomí García Ascot, Salvador Elizondo, Carlos
Monsiváis y Emilio García Riera, entre otros.
En el balcón vacío (Jomí García Ascot, 1961)
funcionó como película-manifiesto del grupo (Ramírez Miranda, 2015).
La voluntad por instaurar una cinemateca y la intención de
profundizar en la investigación sobre el cine local marcan la perspectiva
patrimonial que el grupo vislumbraba para con el cine mexicano (Wood, 2015).
Otro factor de relevancia podría ser la necesidad de ampliar
la programación de la televisión emergente y, para ello, la participación
universitaria era medular.
Hacia fines de 1968, un grupo de artistas decidió romper con
el Instituto Nacional de Bellas Artes y con el Comité Organizador de los Juegos
de la XIX Olimpiada –en respuesta a la represión propiciada por el Gobierno–, y
organizó la muestra conocida como Salón Independiente.
Para revisar en detalle los hechos acaecidos alrededor del
conflicto/movimiento estudiantil y la extensa filmografía concebida al
respecto, véase Avilés Cavasola (2015).
Es importante señalar que estos comunicados fueron enviados
al Festival de Mérida en 1968 y se presentaron de forma conjunta bajo el título
Testimonios de una agresión.
Dentro de este corpus podríamos ubicar también al
cortometraje de Manuel González Casanova Los estudiantes, la
Universidad y la violencia (1968), aunque resultó inconcluso.
Es importante destacar que la propuesta inicial era realizar
con esas imágenes una serie de cortometrajes, lo que marca la eficacia del film
breve en contextos de urgencia social. La organización final del largometraje
en cuatro bloques da cuenta de ello. Para profundizar en el análisis del film y
su puesta en valor, véanse Mestman (2014) y Ferrer Andrade et al. (2018).
Dos frases pronunciadas ilustran particularmente el ánimo
dispuesto: “Quisimos hacer hablar los muros, llenar el silencio” y “La juventud
combatió, se enterró sin flores y aun muerta fue violada”.
En esta misma línea hay que subrayar que fue el propio
González Casanova que en el año 1965, durante el Festival Internacional de Cine
de Mar del Plata, promovió la creación de la Unión de Cinematecas de América
Latina (UCAL), una organización regional capaz de congregar a todos los
archivos latinoamericanos afines al séptimo arte.
En 2018, a cincuenta años de los
hechos, la UNAM editó una copia restaurada de El grito.