Austral Comunicación

ISSN (e) 2313-9137 ISSN (I) 2313-9129

Volumen 8, número 1 - Junio de 2019

La información como insumo crítico

Gerardo López Alonso

gerardo.gla@gmail.com

Profesor emérito, Facultad de Comunicación, Universidad Austral.

Muy gentilmente me solicitan un artículo para esta prestigiosa revista y no puedo evitar el recuerdo de Santiago Ramón y Cajal (1852–1934), gran histólogo español y Premio Nobel de Medicina que, ya mayor, escribió El mundo visto a los ochenta años, verdadero ejemplo de literatura sapiencial. Innecesario es aclarar que no aspiro a tanto, sólo busco, en el texto que sigue, volcar algunas experiencias y reflexiones que eventualmente puedan interesar a quienes, de un modo u otro, navegamos por las no siempre tranquilas aguas de la comunicación.

Una primera, y no menor, cuestión sería definir si el término información se refiere principalmente a aquello que difunden los medios o si es posible extenderlo hasta abarcar el conjunto del conocimiento humano. Si este fuera el caso, el universo bajo análisis escaparía a nuestra imaginación: tomando como punto de partida el nacimiento de Cristo, se constata que ese conocimiento se duplicó hacia 1750, volvió a hacerlo alrededor de 1990, en 1995 se duplicaba cada 5 años, y en 2020 lo hará cada 73 días. Dicho con otras palabras, un graduado universitario actual, deberá estudiar durante su vida profesional el equivalente a cinco carreras… cuatro de las cuales todavía no tienen nombre.

Mucho de esa expansión ya es visible hoy y sería un error no tomarlo en cuenta. Pero a los fines de este mínimo ensayo, el hilo conductor pretende ser la información (o alguno de sus varios sinónimos: crónica, noticia, testimonio, investigación) que nos llega a través de los medios, en sus diversos formatos. Y en ese caso, lo primero que surge es una serie de interrogantes. Por ejemplo: ¿Cuán informados creemos estar quienes vivimos en este primer tramo del siglo XXI? Y si lo que nos llega es un aluvión informativo, ¿cómo podemos tener alguna certeza, al final del día, de que pudimos procesar y almacenar en nuestro cerebro algo que se parezca a una síntesis de lo que sucede”? Esto, desde luego, mientras tratamos de eludir las fake news y otras frecuentes emboscadas, que siempre acechan. Sin ánimo de desalentar, debo advertir que muy probablemente llegaremos al final de nuestro camino sin respuestas claras para estos y otros interrogantes que seguramente van a surgir.

A modo de aproximación, un primer paso sería plantearnos a cuántos de nosotros, como “consumidores” de información, nos sucede constatar que, con frecuencia, falta o escasea un seguimiento satisfactorio de los temas: lo que ayer aparecía como relevante acerca del país “A”, hoy, por motivos que ignoramos, deja de ser noticia y la cadena se interrumpe, tal vez para siempre. Y seguramente todos vivimos la experiencia de que un tema que parece afectar al país “B” se presente como interrogante, bajo la especie de ¿Crisis en “B”? Parecería que en este caso es el receptor quien deberá ocuparse de adivinar la respuesta, para comodidad del medio, o del periodista.

A menudo nos enteramos de que algo serio ocurre en el país “C”, sin que sepamos qué se oculta bajo un enorme titular que preocupa, pero no informa: Horas dramáticas en “C”. Muchas veces, sin darnos cuenta, consumimos falsa información: no ya bajo la forma de fake news, sino de algo que efectivamente ocurrió, aunque no justifica dedicarle más que pocos segundos de radio o televisión: un automóvil se descontrola y choca contra un árbol sin que nadie salga siquiera con un mínimo rasguño. En ese caso tal vez no sea un error informar; lo condenable es el empeño en aburrirnos reiterando largo rato algo irrelevante.

El tratamiento de la información, usualmente tarea del editor, fue una función que, con diferentes títulos y cargos ejercí durante años. Bien o mal, lo que hoy puedo llamar mi formación es el resultado de una fusión o acaso una colisión, entre periodismo y docencia, dos oficios a los que vengo dedicando mi vida. Esa transversalidad de alguna manera explica mi interés por explorar el territorio de la información, su protagonismo en el mundo de hoy y sus carencias más o menos evidentes. Lo que sigue es un excurso que relata cómo fue mi paso por ambas vocaciones; cómo en parte por azar se fueron entrelazando en mi vida la docencia y el periodismo. Mi visión actual de los medios y ese “insumo crítico” que es la información se explican en el recorrido que sigue.

Creo que la pasión por la docencia de alguna manera “nació” conmigo y nunca me abandonó. Desde hace más de 25 años la ejerzo en la Universidad Austral y mucho antes, hacia 1971, viví una experiencia inolvidable como profesor en el Instituto Grafotécnico, un tradicional “semillero” de periodistas fundado en 1934 como parte de la obra impulsada por el cardenal Andrés Ferrari. Pronto comprobé que en los alumnos latía una inocultable “llama sagrada”. Querían aprender, eran curiosos y los más decididos probaban fortuna en los medios, haciendo cualquier trabajo, remunerado o no.

Pero ese entusiasmo traía consigo una no desdeñable carga de ingenuidad, que los llevaba a sufrir la experiencia del choque fatal entre ideales y realidad; en este caso en el mundo de los medios. Para muchos fue una decepción. Vivieron desde adentro la manipulación direccionada de la información, el con frecuencia descuidado tratamiento de las noticias o, lisa y llanamente, la mala praxis profesional en sus diversas formas y matices. En otras palabras, conocieron todas las facetas, buenas y malas, de la fragua de la información. Una praxis a la que modestamente contribuí formando excelentes profesionales, como fueron los casos de Héctor D’Amico, Santiago García Rúa, Ramón Perticarari, o Néstor Yoan, con notables desempeños que llegan hasta hoy. Y no faltaron docentes entregados con pasión a su tarea, como el inolvidable Julio Mafud (autor de Psicología de la viveza criolla), Antonio Díaz Funes, o María Esther de Miguel.

Antes, hacia 1956, había dado mis primeros pasos en el diario La Prensa, restituido a sus propietarios luego de una expropiación que duró varios años. Hacía falta gente en todas las áreas y mi primer y sorpresivo desempeño fue en la sección de avisos fúnebres. Pronto me inicié como cronista, caminando la calle e informando sobre asonadas militares, corrientes por entonces. Esa primera gimnasia me llevó a tratar con figuras de relevancia, como Julius Oppenheimer, factótum de la bomba atómica, luego acosado por el macartismo; o Djalmar Schacht, “zar” de las finanzas del Tercer Reich, que afirmaba no tener relación con “el nacionalsocialismo de mala fama” y enfatizaba que “Hitler no sabía nada de economía”. Y en clave más local, traté a Alfredo Palacios, en su domicilio repleto de libros; me sorprendió su predisposición al diálogo, directo y sin condicionantes. En Mar del Plata, una reunión de la CEPAL hizo posible que entrevistara a Raúl Prebisch, por lejos la figura más solicitada por los medios.

La etapa de La Prensa resultó esencial para mi carrera. Luego de años de expropiación la tarea que el diario tenía por delante era enorme; no se trataba sencillamente de continuar el periódico tal como era hacía un lustro. Quienes veían con claridad la situación la resumían en pocas palabras: “aquí de lo que se trata es de fundar un nuevo diario”. Y no faltaron periodistas que contribuyeron a esa tarea, como Ricardo Constenla, Manfred Schönfeld, Gregorio Selser, Oscar Hermes Villordo, Carlos Arcidiácono, Juanjo García Gayo, Alicia Justo Moreau, Edgardo Silveti, Silvano Picchi, Manuel Peyrou, Quiliano Anta Paz, y tantos otros.

Pero en esos cinco años, el diario Clarín había ganado un espacio relevante en el mundo de la información y las noticias. Con formato tabloide y abundante ilustración, su director, Roberto Noble, había desarrollado una modalidad ágil que dejaba atrás a los medios tradicionales. En el caso de La Prensa, aquellos años perdidos no pudieron recuperarse y terminaron resultando fatales. A pesar del gran empeño, el diario fue perdiendo sostenidamente lectores y anunciantes hasta apagarse. Para quienes la vivimos fue una historia triste.

Desde lo personal, sin embargo, fueron años de ejercicio de una curiosidad sin límites, que en mi visión es el rasgo esencial que identifica a un periodista. En palabras del recordado Bernardo Ezequiel Koremblit: “me interesa una sola cosa: todo”. Para un cronista, esto puede resultar en experiencias llamativas, por decir lo menos, tales como “aterrizar” en la cubierta del portaaviones nuclear USS Enterprise, que navegaba en el Atlántico mientras hacía demostraciones con cazabombarderos supersónicos, desplegando cortinas ardientes de napalm sobre el mar. O recorrer los ingenios del norte argentino; en uno de ellos el propietario me dijo: “una sola vez dejamos de producir; fue cuando el general Belgrano acampó aquí mismo con sus tropas”.

Mi siguiente paso por el periodismo fue la icónica revista Primera Plana que, con la conducción de Jacobo Timerman, irrumpió con un concepto renovado de las formas tradicionales de hacer periodismo y reflejaba la modalidad de la news magazine, la revista de noticias, por el estilo de Time o Le Monde. Fue un éxito desde sus inicios, sin duda gracias a una redacción que, con los inevitables matices, mantuvo el objetivo de lograr un producto de excelencia. Allí convergieron figuras como, Ramiro de Casasbellas, Tomás Eloy Martínez, Aída Bortnik, Ernesto Schoo, Hugo Gambini, Roberto Aizcorbe y el genial artista que fue Menchi Sábat. El gran corresponsal que aportaba semana a semana un panorama del mundo pensado para un público con nuevas demandas fue, sin duda, Osiris Troiani. Hasta el día de hoy muchas de sus crónicas siguen siendo testimonios valiosos del mundo de aquellos años.

Primera Plana significó un salto cualitativo en cuanto a la información y a quienes la obtienen y la procesan. Habitualmente un periodista es valorado como tal, ante todo por su capacidad o habilidad para buscar y encontrar información. Y aunque no sea inmediatamente obvio, esto incluye algo mucho más difícil de lograr: en el fondo, el arte del periodismo implica profundizar la realidad hasta “tocar fondo”. Captar hechos y situaciones tal vez corrientes, pero que encierran un germen informativo que debe ser sacado a la luz, hacerse visible. Y esto, dicho de otro modo, implica algo muy parecido a revelar la información y en cierta medida a crearla. Claramente no es algo sencillo; exige como cualquier arte, una entrega a fondo, un virtuosismo que no siempre se alcanza.

Los siguientes diez años, entre 1983 y 1993, fueron en gran medida de desarrollo y consolidación de un nuevo emprendimiento: la revista Mercado. Se apuntaba a un producto que mantenía el rumbo marcado por Primera Plana, pero con un contenido principalmente volcado a la economía, las finanzas, los negocios y, naturalmente, el trasfondo político. No fue un camino sencillo; no siempre los entrevistados brindaban fácilmente información de calidad, y ganarse su confianza requirió tiempo y paciencia. Pero la publicación ganó prestigio y se hizo un lugar en el mundo editorial. Acompañando ese avance, fui secretario y luego jefe de redacción, después director y finalmente propietario de la revista. A veces, las posiciones jerárquicas alejan del ejercicio diario de la crónica, de la búsqueda obsesiva de la noticia, y eso, aunque cueste aceptarlo, tal vez sea inevitable. De aquellos años recuerdo a periodistas ya mencionados en este ensayo y quiero sumar a tres grandes del humor gráfico: Juan Carlos Colombres (Landrú), Lino Palacio (Flax) y Aldo W. Rivero. El día a día de la redacción estaba a cargo de Graciela Sasbon, que implacablemente lograba que el caos propio del periodismo terminase, semana a semana, en una revista que se exhibía en los quioscos.

En mi caso, el desempeño en Mercado me hizo posible dedicar tiempo al análisis internacional y paralelamente, viajar por casi todo el mundo: América, desde Canadá hasta Tierra del Fuego, Europa Occidental, el Magreb. Pero también destinos menos corrientes, como la Unión Soviética, incluida la infinita Siberia, China, Japón, la India, gran parte de África, y en ella el siempre tenso Sáhara Occidental, Siria, Yemen, Israel, el Líbano, Jordania con su mágico corredor de los Nabateos, y casi toda la Europa Oriental: Hungría, Polonia, Bulgaria, Checoslovaquia, la entonces Alemania Oriental; muchas veces crucé el ominoso muro de Berlín. En Turquía le dediqué tiempo a recorrer las ruinas de Troya, una experiencia sin igual. Habría que agregar un vuelo transpolar a Nueva Zelandia y más recientemente, muchos viajes a la Antártida. Sin olvidar las islas: Hawaii y Rapa Nui (Pascua) en el Pacífico, o Jamaica, las Bahamas y las Canarias, en el Atlántico, y desde luego las Malvinas, tantas veces recorridas.

En Praga pude saciar mi interés por el rabí Loew (el Judá León de Borges), la Cábala y el Golem, que siempre me apasionaron: encontré especialistas en el tema con quienes cambiamos impresiones durante horas. Un extenso artículo mío fue generosamente publicado en el diario Clarín. Desde luego, en todos los viajes tomé contacto con personalidades como Henry Kissinger, Alvin Toffler y Roberto de Oliveira Campos, entre otros.

En Quito, conocí a Carlos Rafael Rodríguez, viceprimer ministro cubano a quien reencontré tiempo después en La Habana. Aunque es imposible probarlo, tengo la casi certeza de que fue él quien orientó a Fidel Castro hacia el comunismo (hay que tener presente que el Partido Comunista de Cuba, conducido por Blas Roca, no apoyó inicialmente la guerrilla en la Sierra Maestra e incidentalmente vale recordar que fue Herbert Mattews, periodista de The New York Times, quien entrevistó en la manigua a Castro y lo dio a conocer al mundo). En La Habana pude también mantener una interesante conversación con Roberto Fernández Retamar, director de Casa de las Américas.

En los años 80, conocí a Ferdinand Marcos, el “hombre fuerte” de Filipinas. En Manila, su mujer, Imelda Romuáldez, manejaba los hilos del poder y tendía puentes hacia el periodismo. Brindaba recepciones fastuosas y era una excelente cantante. Junto con otros periodistas viajamos a la zona riesgosa de Mindanao, en el sur del país. Había allí y al parecer sigue habiendo, guerrillas enfrentadas, comunistas y musulmanas, ambas hostiles al gobierno. Con custodia militar de blindados pudimos llegar al frente de combate, en plena selva. Toda una experiencia.

Desde entonces, fui pasando por diversos medios, entre ellos la Agencia Beta Press, de Madrid, el diario El Cronista, la revista El Arca, que dirigió Norberto Vilar, los diarios El Territorio (Posadas) y el Siglo XXI (Tucumán). Ahora mismo colaboro en la revista Criterio, fundada en 1928 por Atilio Dell’Oro Maini y dirigida actualmente por José María Poirier-Lalanne. Entre muchos, escribieron en sus páginas Jorge Luis Borges, Gilbert K. Chesterton, Leopoldo Lugones, Giovanni Sartori, y el politólogo y siempre querido amigo Carlos Floria, uno de sus directores.

En algunos casos, la información suele estar mucho más próxima de lo que se cree: en Buenos Aires, en el Arzobispado, conocí a Jorge Bergoglio, actual Papa Francisco. Bastante antes, en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, un amigo me presentó a Mario Eduardo Firmenich, el dirigente montonero. Con éste, en dos encuentros, conversamos sobre temas específicos de comunicación. Años después, también gracias a un intermediario, conocí a Sebastián Marroquín, el hijo de Pablo Escobar Gaviria, el narcotraficante muerto en 1993. Tuve dos encuentros prolongados con Sebastián, entonces dedicado a restablecer las relaciones con personas perjudicadas por su padre. Sé que su labor se volcó posteriormente en una película.

En 1980, me tocó viajar a China, en las últimas etapas de la Revolución Cultural. Había un presidente, Hua kuo-feng, con el que se podía hablar; pero tanto los millones de chinos, como la media docena de periodistas que estábamos en Beijing, sabíamos que se avecinaba un cambio profundo y quien ahora tenía el control era Deng Xiao-ping, el último mandarín, como fue llamado. Viéndolo a pocos pasos, algo era evidente; sus gestos, su sonrisa medida, transmitían sólo una cosa: ese hombrecito, más bien bajo, no dejaba la menor duda; él y sólo él tenía el poder (total, naturalmente). Lo que importa en este caso es que, en ese ámbito, la información circulaba sin que el principal dirigente tuviera que articular una sola palabra.

En diciembre de 1992, conocí a Mihail Gorbachov. Al contrario del caso anterior, hablaba mucho y con énfasis, tenía que explicar cómo la glasnost (transparencia) y la perestroika (reestructuración), estaban transformando a la Unión Soviética. En un sentido fracasó, porque el cambio llevó al colapso de la URSS y, desde entonces, a una Rusia que todavía trata de encontrar su rumbo.

El ejercicio del periodismo me abrió las puertas para profundizar en el análisis crítico y sistemático de la información, tema de este ensayo. Luego del Colegio Carlos Pellegrini (1950-1955) y el paso por la Universidad de Buenos Aires (1956-1960), en 1971 asistí al curso anual de la Escuela Nacional de Guerra (1971) y en 1973 a un valioso seminario en Estados Unidos, organizado por el Departamento de Estado (1973), allí resultó ser una excepcional animadora la periodista Irene Hirsch, a quien había conocido en Buenos Aires. Siguieron otros encuentros similares en Alemania, Francia y Gran Bretaña, por mencionar sólo algunos.

Durante un tiempo retorné a la docencia universitaria, la que continúo ejerciendo, en especial, la relacionada con la formación periodística y, en alguna medida, con mi vocación por los temas internacionales. En una primera etapa conduje, en la Universidad Kennedy, entre 1974 y 1975, un curso que procuraba relacionar la comunicación con lo que sucedía en el mundo. El área estaba a cargo de Fernando Salas, excelente periodista que contagiaba su entusiasmo a alumnos y profesores.

Bastante más fugaz fue mi paso por la Universidad de Palermo, donde en 1993 tuve a mi cargo un curso orientado a la comunicación institucional. En el bienio 1994-1995, dirigí la carrera de periodismo en la Universidad de Belgrano, una experiencia valiosa que contribuyó a ampliar mi visión sobre las diferentes modalidades con las que cada institución enfoca contenidos que, de un modo u otro, se relacionan con la comunicación. Entre 2000 y 2003, fui profesor en el Instituto Nacional de Derecho Aeronáutico y Espacial (INDAE), de la Fuerza Aérea Argentina. Desde 2003 fui director del Máster en Gestión de la Comunicación en las Organizaciones, en los posgrados de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral, donde con un equipo, trabajamos en experiencias de media training. Entre 2010 y 2011 fui Key Speaker en la UADE Business School, también con orientación hacia la comunicación corporativa. Un poco antes, al margen del mundo académico, colaboré con la comunicación del Centro de Información de las Naciones Unidas en Buenos Aires. Su director era Héctor Fernández Camacho, él mismo, periodista de prestigio que hizo gran parte de su carrera en la sede de la ONU en Nueva York.

Desde este recorrido profesional en la redacción y en el aula, cabe preguntarse si el transcurso de los años profundiza, mejora, o afina la capacidad para comprender este mundo, en más de un sentido contradictorio e inexplicable. No hablemos ya de una Weltanschauung, que seguramente implica una entrega profunda, pero sí de algo más amigable, como sería desarrollar y enriquecer una “idea” del mundo.

Cuando se observa el panorama de la Tierra en su conjunto, con sus evidentes luces y sombras, es inevitable que surja la cuestión de saber hasta qué punto quiere o procura estar informado el público “corriente”. Imaginando que fuera posible delimitar a un público “consumidor” de medios, una primera y básica respuesta podría tal vez ser negativa. Es claro que no existe nada como la mujer o el hombre “medio”, pero eso no impide observar cómo la información internacional puede parecer a veces un plato relativamente marginal en el menú promedio de actualización. Acaso, y esta es sólo una hipótesis, porque quienes no hacen un seguimiento sistemático encuentran esa información complicada y de difícil acceso… y deberíamos aceptar que, de alguna manera, es efectivamente así.

Al mismo tiempo, y tal vez sea un eje de este ensayo, hoy cabría indagar si acaso están “bien informadas” las personas que sí leen el diario, o siguen las noticias por TV, por la web, o por las redes sociales. En este punto pueden abrirse diversos caminos de investigación, todos ellos de máximo interés: por ejemplo, ¿Qué significa para diferentes públicos interesarsepor los temas “de actualidad”? O bien ¿hasta qué punto una persona “corriente” puede comprender la información, generalmente abstrusa, sobre cuestiones económicas? O también ¿Qué ocurre cuando información claramente irrelevante es ofrecida como material valioso que debe seguirse?

No cabe dudar de que el mundo vive una etapa de cambios profundos. Se trate de la dramática cuestión de las migraciones, o de las regiones en máxima pobreza, o del cambio climático, o de lo que pueda en términos generales, esperarse que ocurra con nuestro planeta acaso dentro de poco tiempo. Con mayor razón, cuando todos los analistas que tratan de proyectar un futuro para la humanidad coinciden en vislumbrar un horizonte en el que más que estados nacionales actuando en solitario, la realidad va a obligar a encarar las urgencias de hoy, y las de un futuro dramáticamente próximo, como una tarea mancomunada que requerirá, en buena medida, dejar de lado los nacionalismos, al menos tal como los conocemos. Desde esa visión, es imposible imaginar un futuro en el que no sea necesario contar con información de calidad y al alcance de todos.

En ese panorama claramente inabarcable vale retornar al planteo inicial: ¿Qué significa estar informado hoy, cuando transitamos el primer cuarto del siglo XXI? Nunca tuvo la humanidad tanta información como la que circula en la actualidad. Y, sin embargo, parecería que ese enorme caudal más bien nos abruma. El pensador francés Louis Armand (1905-1971) observó esta realidad en un ensayo que recorrió el mundo: “L´homme encombré”, los seres humanos recargados, abrumados. Seguramente este enfoque nos deja sin una respuesta inmediata y simple, aunque quisiéramos tener y ofrecer certezas, la realidad nos coloca frente a un final abierto.