Austral Comunicación
ISSN L 2313 9129
ISSN E 2313 9137
Volumen 14, número 2, 2025
e01407
Micaela Baldoni*
https://orcid.org/0000 0002 4057 5672
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas-Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales, Universidad de San Martín. Buenos Aires, Argentina.
micaelabaldoni@gmail.com
Publicado: 13 de marzo de 2025.
Resumen
A partir de la transición y la restauración democrática en la Argentina de 1983, los medios masivos de la prensa debieron aggiornarse a las nuevas condiciones del recientemente instaurado régimen político. En este artículo, nos concentramos en las políticas editoriales y comerciales impulsadas por los principales diarios de referencia, La Nación y Clarín. Para dar muestras de pluralismo y fidelizar al público interesado por la política, estas publicaciones ampliaron su sección editorial y paulatinamente incorporaron columnas con firma de los periodistas que ocupaban posiciones jerárquicas en la redacción.
Nuestra hipótesis de trabajo es que este proceso derivó en la conformación de una élite de la opinión, en la que convergían el poder de la redacción y de emitir juicios a título personal. Como corolario, el rol de columnista se jerarquizó y los periodistas que lo ejercieron comenzaron a ganar autonomía mediante la constitución de un público propio de lectores. Con ello, contribuyeron al proceso de personalización de la palabra y la opinión periodística, mediante el cual la voz de los periodistas políticos se complementa a la vez que compite con la postura editorial de los grandes medios.
Para el análisis, partimos de una estrategia cualitativa que recurre a distintas técnicas de investigación: el análisis de contenido de archivos de prensa, libros y dossiers laborales, y la realización de entrevistas semiestructuradas a columnistas políticos de diferentes medios. El artículo presenta así una doble mirada sobre el proceso del pasaje del anonimato a la política de firmas centrada, por un lado, en las instituciones mediáticas y, por otro, en los roles ejercidos y las retóricas periodísticas utilizadas por los columnistas.
Palabras clave: periodismo político,columnista, firma, sociología política, restitución democrática.
Abstract
Following the transition and democratic restoration in Argentina in 1983, mass media outlets had to adapt to the conditions of the newly established political regime. This article focuses on the editorial and commercial policies implemented by two leading newspapers, La Nación and Clarín. To demonstrate pluralism and build loyalty among politically engaged audiences, these publications expanded their editorial sections and gradually introduced signed columns by journalists holding senior positions in the newsroom.
Our working hypothesis is that this process led to the creation of an elite group of opinion makers, blending the power of editorial roles with the ability to express personal viewpoints. Consequently, the role of the columnist gained prominence, and the journalists who occupied this position began to assert greater autonomy by cultivating their own readerships. This shift contributed to the personalization of journalistic voice and opinion, where political journalists’ perspectives complemented and simultaneously competed with the editorial stance of major media outlets.
The analysis is based on a qualitative approach using various research techniques: content analysis of press archives, books, and professional dossiers, as well as semi structured interviews with political columnists from different media outlets. This article offers a dual perspective on the transition from anonymity to signature based journalism, focusing on both media institutions and the roles and rhetorical strategies employed by columnists.
Keywords: Political Journalism, Columnist, Signature, Political Sociology, Democratic Restoration.
Resumo
Com a transição e a restauração democrática na Argentina em 1983, os meios de comunicação de massa precisaram se adaptar às condições do novo regime político instaurado. Este artigo concentra se nas políticas editoriais e comerciais implementadas por dois dos principais jornais de referência, La Nación e Clarín. Para demonstrar pluralismo e fidelizar o público interessado em política, essas publicações ampliaram suas seções editoriais e, gradualmente, introduziram colunas assinadas por jornalistas que ocupavam posições hierárquicas nas redações.
Nossa hipótese de trabalho é que esse processo levou à formação de uma elite de opinião, combinando o poder das funções editoriais com a capacidade de expressar julgamentos pessoais. Como resultado, o papel do colunista foi hierarquizado, e os jornalistas que desempenharam essa função começaram a conquistar maior autonomia por meio da formação de um público próprio de leitores. Esse movimento contribuiu para a personalização da palavra e da opinião jornalística, onde as vozes dos jornalistas políticos complementam e, ao mesmo tempo, competem com as posições editoriais dos grandes meios de comunicação.
A análise baseia se em uma abordagem qualitativa que utiliza diversas técnicas de pesquisa: análise de conteúdo de arquivos de imprensa, livros e dossiês profissionais, além da realização de entrevistas semiestruturadas com colunistas políticos de diferentes meios. Este artigo apresenta, assim, uma visão dupla sobre o processo de transição do anonimato para a política de assinaturas, focalizando, por um lado, as instituições midiáticas e, por outro, os papéis exercidos e as retóricas jornalísticas empregadas pelos colunistas.
Palavras chave: Jornalismo político, colunista, Aassinatura, sociologia política. restauração democrática.
Los diarios argentinos de referencia y de circulación masiva, como Clarín y La Nación, no fueron promotores de la apertura democrática en 1983, sino que se sumaron a ella una vez consumada. No obstante, la nueva coyuntura los conminó a aggiornarse a los tiempos democráticos y a realizar transformaciones tanto en términos editoriales como comerciales. En primer lugar, la necesidad de cubrir la renovada vida de las organizaciones e instituciones políticas y de mostrar signos de pluralismo supuso otorgarle mayor relevancia y envergadura a la sección editorial y de política nacional. Esto implicó, entre otros aspectos, la incorporación de voces externas mediante notas de opinión, y de columnas semanales, las cuales paulatinamente comenzaron a ser firmadas por los periodistas notables que ocupaban cargos jerárquicos en el diario[1]. En segundo lugar, durante la transición y la recuperación democrática, una serie de publicaciones político culturales –pertenecientes al espacio de circulación restringida y cercanas al polo intelectual del campo periodístico– reactualizaron la tradición del “nuevo periodismo” y con ello recuperaron del icónico e innovador diario La Opinión la incorporación de la firma como un modo de destacar la palabra de sus principales plumas[2]. Esta tradición alcanzó un relativo público masivo, en particular, a partir de la aparición en 1987 del diario Página|12, que con su estilo irreverente e innovador trastocó las formas del ejercicio del periodismo en su conjunto, entre ello con la incorporación del nombre de sus principales plumas. Por último, la creciente competencia de los medios audiovisuales impulsó a generalizar la firma como un modo de individualizar a sus periodistas y de darles cada vez mayor protagonismo a sus columnistas más destacados. Esta política buscaba sumar credibilidad y fidelizar al público que comenzaba a identificarse con la firma de sus columnistas.
La hipótesis de este trabajo es que estos procesos en conjunto favorecieron la configuración de una élite de opinión que contribuyó a la personalización de la palabra periodística. Para su análisis, en este artículo, atendemos a los diferentes momentos que supusieron el pasaje de una política del anonimato a una política de firmas en los medios gráficos de gran tirada cercanos al polo comercial y, junto con ello, a la instauración del rol jerarquizado de los columnistas políticos. Para ello, analizamos el modo en que a partir de la implementación de una política de atribución selectiva de la firma vinculada al estatus institucional (Fraenkel, 2008; Reich, 2010), un grupo selecto de periodistas notables comenzó a intervenir, desde las páginas del medio, con nombre propio. En tanto signo de identidad y de validación, la firma, lejos de ser el producto de una voluntad individual, es un acto normativizado, es decir, reglado por las formas de organización social que rigen los distintos actos de escritura (Fraenkel, 2008). Su atribución restringida a un grupo selecto de periodistas expresa así una división del trabajo en redacción (Kaciaf, 2000). Por un lado, identifica con su nombre a quienes, además de estar encargados de sostener la línea editorial desde sus funciones directivas, se encuentran autorizados a emitir juicios sobre la actualidad y, por otro, mantiene en el anonimato a aquellos periodistas rasos cuya función organizacional es recolectar y procesar la información y, en algunos casos, redactar las noticias. Así, se conformó paulatinamente una élite de columnistas en la que convergió el poder de la redacción con el poder de constituir opinión.
De este modo, durante los ochenta, el rol del columnista se erigió como una función de lo que Rieffel (1984) define como élite periodística. Siguiendo su caracterización, en ella se inscriben aquellos periodistas que: a) han accedido a la cima de la escala jerárquica profesional; b) tienen salarios más elevados que la media de sus colegas; c) mantienen relaciones estables entre sí; d) trabajan en un órgano de prensa con un elevado nivel de circulación; e) gozan de reputación interna y de notoriedad externa y, f) cuentan con la clase dirigente entres sus fuentes y lectores (pp. 17 18).
El análisis se basa en una investigación de más amplio alcance que recurre, en este caso, a una estrategia cualitativa, aplicada a través de diferentes técnicas de investigación: el análisis de contenido de archivos de prensa, libros y dossiers laborales, la realización de entrevistas semiestructuradas a periodistas con una función jerárquica en los medios de prensa y la reconstrucción de trayectorias profesionales. En razón de ello, la indagación se centra en una doble mirada enfocada, por un lado, en las políticas de las instituciones mediáticas y, por otro, en los roles desplegados por los principales referentes periodísticos de estos medios.
Desde una perspectiva socio histórica (Noiriel, 2006; Offerlé, 2001, 2006; Offerlé & Rousso, 2008), en primer lugar, nos concentramos en las políticas editoriales y comerciales emprendidas por las empresas de medios que contribuyeron a la configuración del rol del columnista con firma. En segundo lugar, analizamos la composición y las principales características de esta élite de la opinión. En tercer lugar, nos centramos en los roles que los columnistas ejercieron en la prensa, desde que devinieron una suerte de mediadores entre el periódico y sus lectores. Por último, analizamos –a través de un estudio de caso– las retóricas periodísticas que estos actores desarrollaron de modo dominante. En especial, describimos la manera en que, desde retóricas normativas se orientaron a guiar a las clases dirigentes.
En la Argentina, los promotores de la democratización fueron principalmente las organizaciones políticas tradicionales, como los partidos políticos, que respondían a su vez a una activa presencia ciudadana y a las demandas de los movimientos de derechos humanos (Jelin, 1985; Landi, 1984; Pucciarelli, 2011). La apertura política, que tuvo lugar tras la crisis del régimen abierta por la derrota en la Guerra de Malvinas (1982), encontró a los medios masivos en una posición desventajosa. Desacreditados por la censura y la autocensura practicada durante la dictadura (Varela, 2001), la tergiversación de la información durante el conflicto bélico terminó de cubrir bajo un manto de desconfianza a la prensa en su conjunto (Blaustein y Zubieta, 1998; Borrelli, 2011; Ulanovsky, 1997).
No obstante, otro rol fue el desarrollado por publicaciones político culturales de circulación relativamente restringida, que desde fines de la dictadura y, luego, con la recuperación democrática alcanzaron a un público cada vez más amplio. Entre los casos más paradigmáticos, se encuentran las revistas Humor Registrado, El Porteño y El Periodista de Buenos Aires (Badenes, 2017; Burkart, 2017; Igal, 2013; Liberczuk, 2022; Raíces, 2022; Raíces & Borreli, 2022; Warley, 2006). Estos emprendimientos no sólo abrazaron las banderas de los derechos humanos, sino que se constituyeron en puntas de lanza del proceso democratizador. En 1987, el diario Página/12 retomó la tradición inaugurada por estas revistas, en particular en torno al estilo irreverente frente a los factores de poder, el desarrollo de un “nuevo periodismo” que fundía el estilo literario con el periodístico y destacaba a sus principales plumas como columnistas con firma. Con el éxito repentino de este diario, recién estas transformaciones alcanzaron al campo periodístico en su conjunto y a los medios gráficos masivos (Baldoni, 2024).
A diferencia de estos emprendimientos cercanos al polo intelectual del campo periodístico, las grandes empresas comerciales de prensa le dieron la bienvenida al régimen y siguieron de cerca su derrotero una vez que la democracia fue restaurada y que el consenso democrático se extendía a vastos sectores de la sociedad (De Ipola y Portantiero, 1985; Feld & Franco, 2015; Franco, 2022; Landi, 1988; Lesgart, 2003). Junto con ello, emprendieron una serie de políticas editoriales orientadas a restituir su credibilidad. En particular, reestructuraron sus redacciones con el objeto de cubrir la actualidad de la reorganización de la vida política, especialmente, de los espacios partidarios y parlamentarios, y de fidelizar a un público interesado en este proceso.
En efecto, la preeminencia que comenzó a tener la política en el espacio público también se tradujo a las páginas de los diarios. Con la rehabilitación del funcionamiento de las instituciones republicanas y de las organizaciones, como los partidos y los sindicatos, la sección política recobró el protagonismo que había perdido durante los años de la dictadura. La sección se jerarquizó y amplió: a sus filas se incorporaron jóvenes ingresantes y los antiguos periodistas ascendieron a cargos superiores (Waisbord, 1995, pp. 106 107).
Para los periodistas notables que ejercían funciones directivas en aquellos periódicos masivos, estas transformaciones no representaban necesariamente ni una adhesión ni una apuesta por la democracia, sino más bien una adecuación pragmática del diario a la nueva coyuntura. Así lo manifestaba el entonces subeditor de Política del diario Clarín:
Con el regreso de la democracia hubo cambios. Pero no sé sí tanto porque había vuelto la democracia, sino que se incorporaron nuevos periodistas, bueno, porque el país se abrió a otra cosa. Hasta el año 1983 no existían los periodistas parlamentarios, bueno, existían solo los que quedaban de la época anterior. Entonces tuvimos que empezar a cubrir el Parlamento, empezar a ocuparnos del Poder Judicial. Antes lo manejaban todo los militares. Entonces se abrió un espectro y eso te obligó a incorporar gente. (Eduardo Van der Kooy, entrevista propia, 11/1/2017; cursivas agregadas).
Estos cambios también se reflejaron en la cobertura y la línea editorial de los principales diarios. En este sentido, para aggionarse a los nuevos tiempos democráticos, Clarín decidió anteponer la sección de Política Nacional a la de Internacionales. A su vez, le dio una nueva envergadura a la sección Opinión, la cual abrió a corrientes políticas diversas (Borrelli, 2011; Iturralde, 2013; Sivak, 2015).
En este sentido, los grandes medios de prensa buscaron intervenir y legitimarse como una voz autorizada en el debate público. Para ello, en una primera instancia, reforzaron su voz editorial con la autoridad que portaban actores externos al periodismo. De esta manera, los diarios convocaron a actores pertenecientes a las élites políticas, culturales, económicas y religiosas, que con sus artículos de opinión complementaban las posiciones editoriales del medio. El efecto de pluralismo buscado en la incorporación de estas voces externas se presentaba desde la paginación: señalaban el nombre y la pertenencia institucional de estos actores, remarcando su carácter externo e independiente del medio, y colocaban sus artículos en la página subsiguiente a la ocupada por el editorial y la carta de lectores. Esta distribución le mostraba al lector una suerte de tribuna: un intercambio de ideas entre el diario, los lectores más fieles y los representantes de distintos intereses sectoriales.
En el caso de La Nación, el refuerzo de su política editorial estaba orientado por el renovado interés de conquistar el consenso de la sociedad civil por parte de los sectores de las élites que compartían la visión del medio (Sidicaro, 1993, p. 523). Respecto de la introducción de esta página de notas de opinión, conocida internacionalmente como opposite editorial, el entonces secretario de Redacción de La Nación, recordó lo siguiente:
Tal idea fue prosperando lentamente (…). Lo hicimos así con la voluntad de que, a continuación de la página consagrada a la opinión editorial y de la Carta de lectores, hubiera cotidianamente una página dedicada a la publicación de notas y comentarios que realzaran, a partir de la importancia de las firmas nacionales y extranjeras incorporadas, la jerarquía del diario y su vocación por la pluralidad del mensaje que estaba dispuesto a transmitir. (José Claudio Escribano, 2001, p. 6, cursivas agregadas).
En una segunda instancia, la política emprendida por las empresas de prensa para recobrar su credibilidad e intervenir en el debate público desde una posición propia fue la de ampliar la sección editorial a través de la incorporación de columnas de opinión firmadas por los periodistas del diario. Así, de manera paulatina, los periódicos, que habían sostenido hasta entonces la pauta del anonimato, comenzaron a darles voz pública a los periodistas notables que ocupaban funciones jerárquicas dentro de la redacción.
El entonces secretario general de La Nación recuerda, del siguiente modo, la perseverancia que la tradición del anonimato había tenido hasta principios de la década de 1980 y los criterios sobre los cuales, bajo su gestión, se introdujo la política de firmas:
En aquel entonces el diario no estaba firmado. Todavía seguía siendo un diario con escasísimas firmas. Las firmas las tenían los corresponsales en el exterior, los colaboradores especiales. La Nación había publicado en 1894 un editorial atribuido a [Bartolomé] Mitre, al fundador, porque como buen editorial no tiene firma, es la opinión oficial del diario… el cual hacía la apología del diario con textos sin firma. Decía que el diario era como la nave, era como la bandera de la nave que transporta mercadería y pasajeros, y ella por sí misma lo protege todo. Y da garantías de la dirección, del camino y de lo que allí va. Desde el primer día, me propuse cambiar esta política, que por otra parte no era inventar nada, ya estaba inventada en otras partes desde hacía mucho tiempo y como secretario general comencé por hacer el trabajo del cambio. No desde la perspectiva de que era gratificante para los redactores firmar, sino que era gratificante para el diario que los redactores firmaran, porque aquel que antecedía con su nombre y apellido asume una mayor responsabilidad y toma más cuidado en lo que va a decir. (Escribano, entrevista propia, 9/12/2014).
De este modo, en el sentido señalado por Fraenkel (2008), la introducción de la firma en las columnas en los años ochenta les permitía a los diarios presentar una voz personalizada, pero, a la vez, subsumida bajo la marca del medio (“la nave”), que reforzaba su voz institucional, hasta entonces representada únicamente por el editorial del director. Además, con la paulatina diferenciación temática de las columnas semanales, el diario contaba con un referente periodístico estable y especializado en las distintas áreas sociales sobre las que pretendía expresar su posición. En este sentido, la ampliación de la voz editorial de estos medios no obedecía solo al interés político de intervenir y conformar una suerte de tribuna de debate, sino también al interés profesional y comercial de mantener e, incluso, de ampliar su público. Los periódicos buscaban fidelizar a ese público que comenzaba a reconocerse en la voz especializada de los columnistas.
En el caso de Clarín, el cambio de política editorial acompañó la relativa apertura política que se abrió con la crisis de la dictadura a principios de la década del ochenta. A partir de 1981, en el diario los distintos panoramas semanales el religioso, el gremial, el político, el educativo y el internacional empezaron a ser firmados por un columnista relativamente estable; el único que permaneció anónimo fue el empresarial, cuya firma se inició en 1985 (Sivak, 2015, p. 85). La Nación, que contaba con columnas políticas anónimas desde los años sesenta, emprendió una transformación más paulatina. A principios de 1980, incorporó columnas especializadas de manera estable, pero las mantuvo anónimas. A la “Semana Política” de los domingos, se sumaron las columnas “Política Nacional” (dos por semana), “En el campo laboral”, “Estudiantes y estudiosos”, “Actividad religiosa” y “En el campo empresario”. En 1985 se comenzaron a firmar las tres columnas políticas, y a finales de esta década ya se firmaban todas las columnas y se incorporó, el domingo, una columna internacional.
Si consideramos a aquellos periodistas notables que escribían las columnas políticas, es decir, las de mayor jerarquía, es posible advertir cómo en este espacio editorial confluyen el poder de la redacción y el poder de constituir opinión. Tanto en el caso de Clarín como en el de La Nación, esta distribución de posiciones se mantuvo intacta durante toda la década de 1980. En Clarín, Joaquín Morales Solá, quien ocupaba el puesto de prosecretario de Redacción, escribía el “panorama político” del domingo ‑el día de mayor tirada del diario‑, mientras que Ricardo Kirschbaum y Eduardo Van der Kooy, respectivamente editor y subeditor de Política Nacional, tenían a su cargo las columnas de los martes y jueves. En La Nación, José Claudio Escribano, quien fue secretario general de la Redacción y luego subdirector, se encargaba de la columna dominical, cuando ésta aún era anónima, rol que luego ocupó el periodista Atilio Cadorín, prosecretario de Redacción, quien comenzó a firmarla en 1986, y en 1994 se convirtió en secretario de Redacción.
Además de ejercer posiciones jerárquicas y, por ende, tener remuneraciones más altas que el resto de sus colegas, los citados periodistas comparten una serie de características que dan cuenta del tipo de perfil de esta élite de notables. Se trata, en la mayoría de los casos, de periodistas que ingresan a temprana edad a un periódico prestigioso, en el que gracias a sus capitales culturales y sociales logran ascender relativamente rápido en el escalafón y en el que desarrollan toda o gran parte de su carrera. Son, por tanto, los notables de un diario: “el columnista de Clarín”, “el columnista de La Nación”. El nombre del medio, y con él su prestigio, los adjetiva y constituye para ellos una suerte de segundo apellido, un signo de su identidad profesional. A su vez, a medida que se encumbran, estos periodistas comienzan a ejercer el rol de representantes del periódico en distintas instancias y frente a auditorios diversos. Esta identificación organizacional se refuerza aún más si se considera que en la Argentina la acreditación profesional la da la pertenencia a un medio de comunicación.
Otro de los rasgos distintivos de esta élite de columnistas es que se encontraba compuesta en su totalidad, incluso si se consideran a los columnistas de otras áreas temáticas, por periodistas varones. Tanto los puestos jerárquicos de las redacciones como los espacios de opinión estaban en manos de “hombres de prensa”. Una de las razones de este dominio podría explicarse por la escasa presencia que tenían entonces las mujeres en las secciones políticas. Sin embargo, esta situación de preponderancia masculina no se modificó tras la paulatina feminización de la profesión a partir de los años ochenta. Esto sugiere que estas posiciones se asentaban en un ideario patriarcal sobre las competencias profesionales que consideraba a los hombres como más competentes que las mujeres para ocuparse de asuntos públicos y vincularse con los círculos del poder. Este fenómeno no es privativo de la Argentina, sino que tal como muestran estudios anglosajones y franceses (Neveu, 2000; Tunstall, 1996), caracteriza la forma de constitución de las élites periodísticas a nivel internacional.
Aunque inscriptos en la legitimidad que les otorgaba el nombre del diario, a partir de la aparición de sus nombres propios, las lógicas de reconocimiento a título personal de los columnistas comenzaron a extenderse. Hasta entonces la reputación de los periodistas dependía principalmente del reconocimiento de sus pares y el de los círculos de la dirigencia política, en donde se encontraban sus principales fuentes y buena parte de sus lectores. A partir de la aparición de su firma, se modificó la relación con el público, el cual, además de identificarse con la voz colectiva del diario, también pudo hacerlo con los matices propuestos en la opinión personal de sus editorialistas[3].
En este sentido, la firma permite que los columnistas, en tanto productores de opinión, conformen públicos “propios” entre el público general del diario y comiencen así a capitalizar en su persona el valor de la marca colectiva. Esta suerte de “segmentación” del público de un mismo periódico no presupone, en este tipo de medios masivos, un desplazamiento de la voz del diario por la de los columnistas, ni la autonomía de estos últimos respecto a la línea editorial. Se trata, más bien, de la asunción por parte de los columnistas de un creciente poder de mediación entre el público y el periódico, que involucra lógicas de articulación y cooperación entre la palabra colectiva del medio y su palabra individualizada. De este modo, con distintos puntos de equilibrio según el caso, la columna puede representar, a la vez, la opinión del periódico como institución y la del periodista en tanto individuo.
El equilibrio entre estas dos formas de autoridad, la institucional y la personal, varía en función del peso que la marca del medio tiene en el campo mediático y político y del estilo de construcción de credibilidad en la que se asienta la organización. En diarios como Clarín y La Nación, la marca organizacional parece tener un peso relativamente mayor que el de las individualidades, mientras que, por ejemplo, en medios como Página|12 la valorización de las firmas forma parte del modo en que el periódico construyó su legitimidad (Baldoni, 2024). Estos diferentes puntos de equilibrio son percibidos por los propios periodistas respecto a la posición que ocupan los columnistas y las firmas en los distintos medios gráficos.
La Nación es una institución. Digamos, escribir en La Nación, ser de La Nación, tiene un peso enorme y lo descubrís cuando estás adentro (…). La confiabilidad del diario es impresionante (…). Hay gente que te cuenta cosas porque estás en La Nación, que le cuenta a La Nación, porque La Nación le da garantías de que eso va a ser bien tratado, que no va a ser manipulado. Esa credibilidad es impresionante como fenómeno (…). Por eso, yo creo que adjetivar uno a La Nación es casi imposible, porque La Nación te adjetiva a vos. (Carlos Pagni, entrevista propia, 20/03/2015; cursivas agregadas).
Yo creo que para La Nación el columnista es como una cocarda del diario, como una medalla. Son cinco medallas, cinco columnistas. En Clarín es distinto, en Clarín es muy difícil estar por encima del diario o ser una medalla del diario. Sos un tipo importante, sos considerado, escuchan tu opinión, te llaman, te piden consejos, te piden millones de cosas, no importa. Pero el concepto es… no hay nada superior a la marca (…). Históricamente ha sido así. Nada es más importante que la marca en sí misma. (Van der Kooy, entrevista propia, 11/1/2017; cursivas agregadas).
Si bien el rol del columnista y su grado de visibilidad varían en función del medio de prensa, esta posición involucra de modo general un mayor margen de autonomía. La función de columnista instala una nueva forma de jerarquización que se complementa o bien se solapa con los escalafones tradicionales de ascenso en las redacciones.
Todos los diarios tienen muchas barreras para jerarquizar. No a nivel editor. O sea, si vos sos redactor, más o menos no tenés faltas de ortografía, estuviste diez años, se fue el editor a otro lado, te hacen editor. O sea, dentro de la redacción el que hace el diario, el que labura [trabaja], en eso es casi como ser Mayor y que te hagan Coronel [en el Ejército]. Va casi por orden de antigüedad. Ahora ser columnista es otra cosa, digamos. Qué sé yo, en Clarín… bueno, son los mismos columnistas también hace mucho tiempo. Van der Kooy tiene la columna política hace muchos años, son como grupitos que se arman… (José Natanson, periodista y columnista político, entrevista propia, 7/11/2014).
La distinción de la posición de columnista, como muestra Kaciaf (2000), se constituye sobre la base de una diferenciación de estatus simbólico. Gracias a estar autorizados a expresarse normativamente, mediante el comentario de la información, la posición de editorialista “conduce a un cierto número de beneficios simbólicos y a una profunda gratificación en términos de estima de uno mismo” (p. 34). En el campo periodístico, estos beneficios se traducen en una reputación relativamente estable, casi naturalizada (dada por descontada), basada en el valor de la trayectoria. Esa naturalización se manifiesta, entre otros aspectos, en la manera en que los periodistas definen los criterios atribuidos a esta función: “Los columnistas suelen lógicamente ser los periodistas más experimentados, con una trayectoria detrás, con un poder de análisis mayor que un mero reportero. Eso se define desde la dirección… se sabe en el ambiente quién puede hacer cada cosa” (Carlos Alfieri, periodista cultural, entrevista propia, 18/9/13, cursivas agregadas).
Asimismo, esta posición jerárquica involucra una serie de ventajas y desafíos propios de la función. Esto se debe, en parte, a que el columnista realiza una tarea ambiciosa y ambigua que está “a mitad de camino entre el periodismo y la reflexión política, filosófica e histórica” (Riutort, 1996, p. 64). A diferencia de los redactores, que están sometidos al ritmo de la actualidad y que trabajan bajo la lógica de la primicia, el columnista que elabora un artículo semanal se ve menos restringido por los condicionamientos temporales y cuenta, por ello, con mayores recursos para imprimirle a su columna una reflexión elaborada. En efecto, su desafío en los “panoramas” es el de tratar temáticas, ya encuadradas por otros periodistas, desde un ángulo novedoso que aporte un plusvalor. Como sugiere un columnista, esto lo distancia de la función propiamente informativa del periodismo tradicional y le permite competir con el rol social de intelectuales, quienes cuentan con la autoridad para expresarse sobre la cuestión pública y recurren para ello a diferentes géneros narrativos (Altamirano, 2006).
Nunca quise exactamente ser periodista. Siempre utilicé el periodismo como un medio, si entendemos periodismo como el tipo que está en la redacción haciendo notas. Siempre me interesó mucho más el análisis que el periodismo tradicional, yo no vibro con una noticia. A mí siempre me pareció mucho más importante el día después para poder analizar y escribir bien ese hecho que la información en sí misma.
¿Cómo definiría su función, entonces?
Hay un concepto que me gusta mucho, que se utilizaba en el siglo XIX en la Argentina, que era el de escritor público[4]. Eran escritores que escribían sobre la cuestión pública. El concepto de escritor es más amplio porque puede utilizar la técnica periodística, pero también la literatura y, fundamentalmente, el ensayo, que es para mí la mejor tradición narrativa de la Argentina. Me parece que es un concepto interesante para pensar las voces que hablan en el periodismo. Lanata, Verbitsky, Joaquín Morales Solá son más escritores públicos que periodistas. No van a recoger información y utilizan fuentes, sino que ellos mismos, muchas veces, son fuente de su propia escritura. En ese sentido, llamarlos “periodistas” delimita la acción que ellos hacen. No porque el periodismo esté por debajo de la escritura pública, sino porque la escritura pública es más abarcativa. El escritor público opina, analiza, no despersonaliza su escritura, tiene un estilo personal de escritura. Opera sobre la realidad, construye sentido. Es decir, orienta al lector sobre hacia dónde debe leer lo que el periodista cotidiano hace. Es muy común, leer a Van der Kooy y ver que toma notas que han hecho otros periodistas en la semana y reflexiona sobre eso. (Brienza, periodista y excolumnista político del diario Tiempo Argentino, entrevista propia, 8/4/2014).
En este sentido, la columna permite, en diferentes grados, realizar un ejercicio subjetivo de creatividad personal (Kaciaf, 2000, p. 60) que tensiona las lógicas de producción de lo que Padioleau (1976, pp. 269 275) define como “periodismo de rutinas”. Padioleau describe el periodismo de rutinas como una forma de hacer periodismo asentado en prácticas de escritura y de encuadres de las noticias preestablecidos que se utilizan sin requerir operaciones innovadoras y que facilitan el trabajo cotidiano de los redactores. En pos de la puesta en escena de una retórica de la objetividad, el periodismo de rutinas tiende a privilegiar y depender de las fuentes oficiales e institucionales que invisten a los artículos con su autoridad o preeminencia social. De este modo, aunque inscriptos en las lógicas de producción de las redacciones, los columnistas tienen, en términos de posibilidades de escritura, un mayor grado de autonomía que les permite imprimirles a sus productos una cuota de singularidad.
Yo escribo por encargo, porque de eso vivimos y, si no se me ocurre nada, lo escribo igual porque no podés esperar a que lleguen las musas, porque tenés que mandar la nota y la tenés que mandar. Pero cuando yo escribo… iba a decir con pasión, pero digamos con placer, es cuando yo creo que tengo algo para decir que está bueno, que es interesante, que es novedoso, que tengo una forma especial de expresarlo. Cuando creo que puedo ofrecer un ángulo diferente sobre algo que se viene discutiendo, ahí es cuando me siento realmente a escribir con placer. En ese momento, vos sentís que lo que tenés para decir es algo que no está dicho. A veces, en mi caso la mayoría de las veces, es mi propia subjetividad puesta ahí. (Natanson, entrevista propia, 7/11/2014).
Además de contar con un abundante caudal de fuentes, los columnistas deben, por lo tanto, manejar una serie de competencias culturales vinculadas al dominio de la escritura –tener una buena prosa, tener un estilo propio– y a la capacidad analítica –ser capaces de poner en perspectiva, de contextualizar, de generalizar, de establecer relaciones, de ponderar y evaluar–. Su posición los coloca frente a expectativas contradictorias de un público compuesto tanto por funcionarios y decisores como por lectores interesados en la política pero que no participan de ella. Para responder a estas demandas, los columnistas deben poner a prueba no sólo sus capacidades analíticas sino también sus habilidades de traducción (Neveu, 1991).
Yo trato de que el planteo de la nota sea distinto a otros. Es mi estilo de escritura, ¿no? Hay un académico que dice que yo hago “información razonada”, que es una buena definición. Entonces, yo escribo para gente muy informada. Me propongo sorprender al que está en el tema. Es decir, escribo para la clase política. Ahora, en la explicación, en el razonamiento, escribo para alguien que no entiende nada de nada. Ese es mi desafío. Yo tengo que lograr dar una explicación suficientemente amplia. Vos me das un dato y yo entiendo si el dato es importante o no, porque entiendo si es neurálgico o no respecto a determinados procesos, a determinadas disputas que hay en el momento… entiendo por qué, lo doy por supuesto. En la nota, no lo puedo dar por supuesto. Entonces, yo te puedo atiborrar de datos, siempre y cuando te esté todo el tiempo llevando a lo general, para que entiendas por qué ese detalle es importante en el cuadro. Yo creo que siempre hay que contar desde esa perspectiva, ¿no? Contar desde lo general y poder llegar a lo particular. (Pagni, columnista político de La Nación, entrevista propia, 20/03/2015).
En esta tarea de traducción, el columnista cumple una función mediadora entre las altas esferas del mundo político y este público informado. Para ello, necesita permanecer cercano a los círculos de poder, pero a la vez establecer una postura de distancia con la dirigencia, que le permita sostener la “reputación” de una posición también ligada a la legitimidad que le otorga su público (Riutort, 1996, p. 70). Esta función puede presentarse bajo la forma del servicio posibilitado por el ejercicio de competencias específicas que permiten retraducir esa realidad; entre las que se encuentran, por ejemplo, la de contar con un “handicap” político resultado de haber tenido una experiencia militante en el pasado:
Yo creo que puedo resumir bien los temas, que puedo divulgar bien algunos saberes y para ser un periodista político sé un cachito [un poco] de política. Yo tengo un hándicap [una ventaja]. Por ejemplo, a muchos de los dirigentes políticos del peronismo y del radicalismo los conozco desde la dictadura. Los conozco de cuando militábamos juntos. Tengo un hándicap en el trato, que a mí me sirve para entender. Yo creo que puedo contar lo que pasó; soy un buen cronista. Y que en Página|12, que es un diario de posiciones, puedo sustentar bien las posiciones tratando de encontrar un tono y una modalidad que es un poco propia. O sea, tener pertenencias, ser subjetivo, pero marcar un poquito de distancia. Si bien nunca hablo en primera persona, pongo mucho “el cronista”, porque marco mi subjetividad. ¿Qué es lo que yo creo? Que puedo darle al lector… puedo contarle algo que no ve, pero no ve porque no está ahí. Y yo estoy ahí, porque yo estudio eso, trabajo de eso. Entonces, yo entré a la Casa de Gobierno; vos no entraste. Entonces, yo te cuento la Casa de Gobierno. Si vos hubieras entrado, te darías cuenta más o menos de lo mismo de lo que doy cuenta yo; un poquito menos, un poquito más según tu formación, el grado de politización que tengas. El mejor elogio que me hacen los lectores es el que te dice: “Vos dijiste lo que yo pensaba pero no alcanzaba a organizar”. (Mario Wainfeld, columnista político de Página|12, entrevista propia, 9/3/2015).
Los diferentes roles que los periodistas ejercen presentan una amplia gama de orientaciones. Estos roles se expresan así primordialmente a través de las retóricas que utilizan los periodistas en sus columnas. Éstas comprenden “procedimientos de escritura de prensa para comunicar las noticias pero también las representaciones que los periodistas proyectan de ellos mismos” (Padioleau, 1976; p. 266).
En el caso de los columnistas, las retóricas usuales suelen encuadrarse, a grandes rasgos, entre dos polos: el analítico y el normativo. Entre esos polos se ubican, por un lado, la figura del experto y del pedagogo y, por otro, la del moralista y la del líder de opinión o vocero de un grupo o corriente ideológica (Kaciaf, 2000, pp. 70 81). La asunción de alguno de estos perfiles (incluso su combinación) depende tanto del medio, del público al que se dirige y de la trayectoria del periodista como de los roles que se vuelven socialmente legítimos en una determinada coyuntura. En efecto, los columnistas tienden a evitar aquellas retóricas que puedan poner en jaque su credibilidad y suelen ajustar su discurso a los roles social y profesionalmente valorizados.
Si consideramos el caso de los columnistas de la prensa masiva con participación en los años ochenta en la Argentina, es posible advertir cómo en sus escritos se combinan las retóricas analíticas con las normativas, y el modo en que predomina la lección. Desde esta retórica, los columnistas analizan y ponderan el accionar de los actores políticos, en especial, evalúan las decisiones tomadas por los principales responsables del gobierno. Asumen así la postura del pedagogo que orienta su discurso a los círculos del poder político. Aunque realicen una suerte de traducción del mundo político para sus lectores, sus interlocutores privilegiados continúan siendo las élites políticas y económicas. A medida que, durante los noventa, esta función se autonomizó de los marcos de la prensa, la dependencia de estos actores del reconocimiento de un público masivo los llevó a inclinarse por el rol de vocero del público.
Como señalamos, a partir de la apertura democrática, desde sus páginas y su editorial, Clarín amplió su agenda temática, dando lugar a las denuncias del terrorismo de Estado, y apoyó la restauración del nuevo régimen. No obstante, el diario mantuvo desde el comienzo una posición crítica frente a los principales proyectos políticos del gobierno de Alfonsín, entre ellos la política de derechos humanos, cuyo pilar fundamental era el enjuiciamiento civil a los responsables de haber perpetrado crímenes de lesa humanidad. A lo largo de todo el mandato del presidente, Morales Solá supo representar esta postura del diario –como también lo hicieron, con sus propios matices, Kirschbaum y Van der Kooy– y apuntalar con su propia pluma las críticas a la gestión gubernamental desde una posición que apoyaba la instauración de la democracia pero que cuestionaba lo que consideraba un “enfrentamiento” innecesario con la institución militar.
En este apartado, nos concentraremos en mostrar la utilización la retórica del análisis estratégico. Como señala Neveu (1993) esta se asienta en una competencia pedagógica de traducción, en el conocimiento a largo término del campo político, en la explicitación de las intenciones y estrategias ocultas de sus partícipes y en un componente normativo, al que hemos denominado lección. Con el uso de esta retórica, hacia el final de la década, tras la crisis de las insurrecciones militares, estos columnistas tendieron a profundizar su crítica al discurso político como arma de transformación social y con ello contribuyeron a la incipiente desacralización de la política.
Para ello, Morales Solá contaba con una abultada agenda que incluía a dirigentes políticos –tanto del oficialismo como de la oposición– y a representantes gremiales, militares, empresariales y de la Iglesia Católica. Entre sus principales fuentes oficiales se encontraba el ministro del Interior, al que visitaba una vez por semana en su despacho (Sivak, 2015) y a quien solía nombrar en sus columnas; entre las opositoras primaban las de la conducción del peronismo. A su vez, Morales Solá contaba con los informes de sus colegas de la sección Política, entre quienes se encontraban sus “hombres de confianza”. Su posición neurálgica en uno de los principales diarios nacionales y la centralidad que fue cobrando su columna dominical, la cual ya incluía su firma, lo posicionaba como uno de los referentes mediáticos para las élites políticas locales. En las páginas de Clarín, una muestra de esta posición –que no era necesariamente evidente para los lectores– se reflejaba en que a su cargo estuvieron las pocas entrevistas que el presidente Alfonsín le brindó al medio. Asimismo, en 1987 fue condecorado con el premio Konex de Platino por la terna “Análisis político”, la cual compartió con su colega Escribano.
Desde sus columnas, Morales Solá se posicionaba, por un lado, como un analista político avezado que conocía las líneas divisorias internas y las relaciones de fuerza del campo político y, por otro, como una suerte de consejero o pedagogo que se dirigía a la clase dirigente para señalarles, desde una retórica de la lección, sus errores y aciertos. A los 100 días del gobierno, en su panorama político, titulado “¿Todos los mitos políticos sobrevivirán?”, el periodista realizó un balance de la gestión. Su discurso convalidaba y reforzaba la crítica generalizada de los grandes medios al gobierno, al que acusaban de sobreestimar el poder desestabilizador de las fuerzas militares: “La desestabilización parece existir más como sensación que como realidad; la realidad existe cuando las posibilidades son palpables y hoy la probabilidad de destituir a civiles es sencillamente nula” (Morales Solá, Clarín, 18/3/1984, pp. 10 11, cursivas agregadas).
En la columna de la semana siguiente, profundizó aún más esta crítica acusando al gobierno de excusarse, con la amenaza de un posible golpe, de su responsabilidad de hacer frente a los problemas “reales”, como la renegociación de la deuda externa que, según su perspectiva, eran cuestiones más acuciantes. Para ello, utilizaba una serie de metáforas y recursos retóricos que marcaban el estilo de su pluma:
Con todo, no es en esta parte de su geografía de problemas donde el gobierno tiene presagio de tormentos: ellas están en el campo social y en la perspectiva económica, encestada por la renegociación de la deuda externa (...). Este breve ejercicio del poder podría haber enseñado al Gobierno que la palabra “golpe” no debería existir en su diccionario de términos cotidianos (...). Hay una suerte de visión conspirativa de la historia que está cada vez más extendida entre los funcionarios del gobierno (...). En verdad los políticos argentinos se acostumbran a esta forma de razonamiento cuando militan en las resistencias pasivas frente a los regímenes militares y éstos hacen todo lo posible para trabarles el retorno. Pero otra cosa es cuando han alcanzado el poder y están convocados por otras responsabilidades (...). No se pasea por la fantasía cuando hay que gobernar, y se divaga, diletante y febril, cuando hay que callar. (Morales Solá, Clarín, 25/3/1984, p. 9).
La llamada “cuestión militar” tuvo uno de sus momentos más críticos en abril de 1987, con la primera sublevación de un sector del Ejército, conocido como “carapintada”[5]. Este grupo de militares rechazaba el enjuiciamiento civil de sus camaradas y pedía la remoción del jefe de Estado Mayor del Ejército. El 16 de abril de 1987, los cuadros medios del Ejército se amotinaron en la sede de Campo de Mayo. Entre sus proclamas, demandaban que se dictaminara la llamada ley de “Obediencia Debida”, que libraba de sus responsabilidades a los oficiales de mediana jerarquía que habían participado de la represión durante la dictadura. La sublevación generó una respuesta inmediata de la población, que se movilizó masivamente en apoyo a la democracia y al gobierno.
Los medios de comunicación siguieron de cerca los acontecimientos y los columnistas de la prensa sentaron sus posiciones sobre el derrotero de los sucesos. Desde Clarín, Morales Solá desarrolló en sus dos panoramas políticos, uno escrito durante el conflicto y otro tras su resolución, una interpretación de los acontecimientos que atribuía la responsabilidad de lo acontecido a las decisiones del gobierno. Los marcos interpretativos propuestos por el periodista para llegar a una resolución adecuada del conflicto se acercaban en gran medida a los que enmarcaban las demandas de los insurrectos. Para Morales Solá no se trataba, como señalaban los periodistas de El Porteño o El Periodista de Buenos Aires, de un sector minoritario del Ejército que atentaba contra la democracia, sino de cuadros medios que, si bien al sublevarse habían quebrado la cadena de mandos, representaban una demanda general compartida por la cúpula y el conjunto del cuerpo militar. Ello explicaba, según el columnista, que el gobierno no hubiera contado con sectores superiores de las Fuerzas Armadas capaces de reprimir a los sublevados.
Si ayer había resistencia de la oficialidad a la represión fulminante de la rebeldía es porque esos objetivos son compartidos, sobre todo en un punto: la amnistía para los que participaron de la lucha contra la subversión (...). El mensaje decantado es el mismo: debe reivindicarse lo que se hizo contra la subversión y sus protagonistas son, por lo tanto, no pasibles de investigación judicial. (Morales Solá, Clarín, 19/4/1987, p. 10; cursivas agregadas).
Esta demanda de los sectores carapintadas, que se sostenía en la hipótesis de que las acciones represivas desplegadas contra “grupos subversivos” respondían a un estado de “guerra” y no debían ser caratuladas como terrorismo de Estado, encuadrada en la teoría de los “dos demonios” era traída a la escena, sin cuestionamientos y como la explicación del malestar militar, tanto por Morales Solá como por la mayor parte de los columnistas de Clarín y La Nación. En efecto, Morales Solá, Kirschbaum y Cadorín, quienes compartían esta lectura, no involucraron en sus referencias ninguna cuestión referida a la política de derechos humanos ni a los crímenes de lesa humanidad de los que estaban acusados varios de los insurrectos.
Al igual que el resto de sus colegas, el periodista les hablaba a las elites dirigentes utilizando en sus columnas la retórica de la lección. Para ello, se valía de una estructura argumentativa que se mantenía estable en sus notas. Ésta consistía en una estructura tripartita, en la que primero se definía el problema; luego se proponía un marco interpretativo y, por último, se presentaban las conclusiones que se derivaban de lo sostenido anteriormente. En este caso, en primer lugar, bajo el subtítulo “Un hecho esperado”, se responsabilizaba al gobierno de no haber resuelto hasta entonces el problema militar que ahora se expresaba de esta forma abrupta y violenta. En segundo lugar, encabezado por la pregunta “¿Una idea compartida?”, se sostenía la hipótesis de que los insurrectos representaban una demanda común y legítima de las Fuerzas Armadas. Por último, bajo el subtítulo “Las consecuencias”, se aleccionaba sobre los riesgos de no atender a la demanda de amnistía de los sublevados. Si bien la sociedad, de manera sorpresiva, según los columnistas, le había demostrado su apoyo al gobierno; las razones de la solución al conflicto no se encontraban, según el columnista, en la “voluntad popular”, sino en una decisión de Estado que, al promover la amnistía con la Ley de Obediencia Debida, evitara un “nuevo derramamiento de sangre” y supiera asumir el “costo político” de tal decisión.
El domingo 19 de abril, con la frase “La casa está en orden”, Alfonsín comunicó desde los balcones de la Casa Rosada la rendición de los insurrectos a la multitud reunida en Plaza de Mayo. Luego les solicitó a los presentes que volvieran a sus hogares a festejar la Pascua[6]. Luego del desenlace de la crisis militar, en las voces editoriales y de los columnistas de los grandes medios gráficos comenzó a expresarse el llamado a una vuelta al orden, a partir del cuestionamiento al “exceso” de la participación ciudadana, que comenzaba a ser percibido por ciertos sectores como un desafío para la consolidación democrática. Morales Solá, desestimando el valor del discurso político y del apoyo de la ciudadanía, les sugería a los dirigentes políticos que “la democracia no se defiende solamente desde el balcón de la Plaza de Mayo y requiere de actitudes concretas aunque éstas reclamen a veces un costo político”. (Morales Solá, Clarín, 26/4/1987).
El artículo analizó cómo, en el marco de la transición y recuperación de la democracia en la década del ochenta en la Argentina, los principales medios de prensa pasaron paulatinamente de la política del anonimato a la política de firmas. El estudio de este proceso se inscribe en una problemática sociohistórica, contemporánea e internacional sobre la personalización de la palabra periodística y, en particular, sobre el desarrollo de la figura del columnista y de un periodismo interpretativo de carácter analítico y normativo. En este caso, el trabajo dio cuenta tanto de las condiciones sociales de producción de este proceso, como de la composición de esta élite de la opinión, de los roles ejercidos y de las retóticas periodísticas utilizadas de manera dominante por los columnistas durante la década del ochenta.
En términos teóricos, el estudio valida los hallazgos de investigaciones precedentes, en las cuales se destaca el modo como la institucionalización de la práctica de la firma produce transformaciones en las lógicas editoriales y comerciales de la prensa, en el estatus simbólico de los periodistas autorizados a emitir juicios en nombre propio y en las retóricas periodísticas que se ponen en juego en estos discursos caracterizados por su reflexividad. Asimismo, el artículo innova al combinar estos hallazgos con aquellos que dan cuenta de la conformación de un tipo particular de élite de la opinión, conformada por periodistas notables que ocupan cargos jerárquicos en la prensa gráfica de referencia.
En términos de los hallazgos analíticos, en primer lugar, se indagó sobre la manera en que el proceso de apertura política, iniciado con la crisis de la última dictadura militar y seguido por la reinstauración del régimen democrático, operó como una de las principales condiciones para que los diarios de gran tirada se vieran compelidos a aggiornar sus políticas editoriales y comerciales. En este caso, la institucionalización de la práctica de la firma de las columnas, en particular las políticas, respondió a varios factores presentes en esta coyuntura. Entre ellos, la necesidad de cubrir la revalorizada política democrática e institucional, de recobrar su credibilidad y de dar muestras de pluralismo. De este modo, con la intención de conformar una suerte de tribuna de debate y de fidelizar a su público, se amplió y se jerarquizó la sección editorial, en la cual, primero, se incorporaron voces externas y, luego, columnas con firma especializadas en distintas temáticas. Como señalamos, el rol del columnista con firma no era novedoso. De hecho, esta práctica contaba con vastas experiencias a nivel internacional y en el caso nacional había sido históricamente desarrollada por revistas político culturales cercanas al polo intelectual, en las cuales se destacaban sus plumas. Por otra parte, diarios innovadores como La Opinión, en la década del setenta, y el diario Página|12, a fines del ochenta, retomaron esta tradición y con su impronta vinculada al “nuevo periodismo”, tuvieron impacto en el conjunto del campo periodístico.
En segundo lugar, advertimos la manera en la cual la introducción de las columnas con firma se estableció a partir de criterios jerárquicos y de género. En efecto, aquellos actores que contaban con el derecho no sólo de informar, sino de analizar y emitir juicios de la realidad se correspondían con los notables de la profesión. Se trataba de un grupo reducido de actores de género masculino que habían desarrollado casi la totalidad de su carrera en el medio, que contaban con capitales sociales y culturales de relevancia, y que habían ascendido gracias a ello a los principales cargos jerárquicos de la redacción. Estos “hombres de prensa”, columnistas de Clarín y La Nación, ganaron autonomía en términos personales pero a la vez, en tanto que representantes de sus respectivos medios, debieron articular y coordinar sus propuestas con la línea institucional de sus respectivos diarios. En este equilibrio constante entre una la autoridad de una voz individual y otra institucional, desarrollaron sus nuevos roles.
No obstante, en tercer lugar, más allá del peso que tenía la marca colectiva del medio al que pertenecían, a partir de la introducción de la firma, los columnistas ganaron autonomía con de la configuración de un “público propio”. Con ello, se convirtieron en una suerte de mediadores entre el diario y sus lectores. Su rol se destacaba por su acceso a fuentes privilegiadas, en particular, dentro de las clases dirigentes. A través de una prosa analítica y reflexiva, diferenciada del “periodismo de rutinas”, aportaban un ángulo novedoso sobre las temáticas abordadas y ofrecían una traducción de los principales desafíos del campo político. Este acervo les permitía dirigerse tanto a las élites como a los lectores informados e interesados por la política. En conjunto, estas competencias y cualidades reforzaban su estatus simbólico, en tanto eran los únicos dentro de la redacción que, al igual que el director, estaban autorizados a expresarse normativamente.
Por último, a través de un estudio de un caso paradigmático, analizamos el tipo de retóricas que predominaban en sus intervenciones. Desde los roles del analista y del pedagogo, estos columnistas tendieron a privilegiar, por un lado, el análisis estratégico para dar cuenta de su conocimiento sobre las relaciones de fuerza que primaban en el campo político y, por otro, el de la lección para evaluar el buen o mal desempeño del gobierno y otras fuerzas políticas o sociales. Con ello, se posicionaban como un suerte de consejeros e intelectuales que se proponían identificar los principales problemas de la actualidad y marcar el cauce a seguir.
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La autora tuvo a su cargo todos los roles de autoría del trabajo. Manifiesta no tener conflicto de interés alguno.
[1] Sobre el desarrollo histórico de la columna de opinión y, con ello, del periodismo interpretativo en el mundo anglosajón y francés, pueden verse Schudson (1978 [1967], 1995), McNair (2000) y Neveu (2001). A su vez, sobre la incorporación de las firmas a nivel internacional pueden verse Castellvi (2017) y Reich, (2010).
[2] Esta práctica, que individualiza a los periodistas como autores, tiene sus orígenes en la figura del periodista literato desarrollada desde fines del siglo XIX y durante el siglo XX en las revistas político intelectuales. En la Argentina, en la década de 1970, mientras la prensa gráfica masiva, con un estilo profesionalista, había optado por un perfil anónimo, esta práctica fue recuperada por el diario La Opinión, uno de los principales exponentes de la corriente innovadora en el campo periodístico durante aquellos años. Asimismo, es deudora de un modelo profesional inspirado en la corriente del “nuevo periodismo”, el cual hallaba en las competencias literarias un criterio de distinción y jerarquización condensado en la figura de “la pluma”.
[3] Como señala McNair (2000, pp. 61 83) respecto al desarrollo del periodismo interpretativo anglosajón, para los columnistas políticos la confianza con sus lectores no solo está en función de su destreza intelectual sino en el grado en que tienen acceso a fuentes de la elite política dispuestas a divulgar información privilegiada. Su autoridad, por tanto, depende de su afirmación, no declarada, de tener acceso regular y privilegiado a esas fuentes, de las que pueden extraer la “verdad” profunda del mundo político más que su apariencia superficial.
[4] La idea de “escritor público” refiere al tipo de figura intelectual propia del siglo XIX y también presente en algunas figuras intelectuales en siglo XX, en el que los roles políticos, periodísticos y literarias aparecían como indiferenciados (Saítta, 1998; Sarlo, 2001; Terán, 2019).
[5] Estos recibieron el nombre de “carapintadas” por colorear su rostro con los colores verdes y negros, propios del uniforme militar de camuflaje.
[6] El levantamiento carapintada coincidió con la celebración cristiana denominada Pascua en la que se conmemora tras la Semana Santa la muerte y resurrección de Cristo.