Austral Comunicación
ISSN-L 2313-9129
ISSN-E 2313-9137
Volumen 14, número 2, 2025
e01416
Enrique Sánchez-Costa*
https://orcid.org/0000-0003-1440-819X
Universidad de Piura. Lima, Perú.
enriquesancos@gmail.com
Fecha de finalización: 26 de marzo de 2424.
Recibido: 27 de marzo de 2024.
Aceptado: 4 de noviembre de 2024.
Publicado: 10 de abril de 2025.
DOI: https://doi.org/10.26422/aucom.2025.1402.san.
Resumen
En este trabajo se estudia, desde conceptos de la teoría de redes, la creación y articulación de las redes intelectuales católicas en la Europa de entreguerras. Se dedica particular atención a Jacques Maritain, quien desde su residencia de Meudon y a través de proyectos como los Círculos de Estudio Tomistas, la Sociedad de Filosofía de la Naturaleza y la colección editorial Le Roseau d’Or se convirtió en el principal superconector y centro de conexiones del catolicismo –en el campo de las ciencias humanas y la literatura– en la Europa de entreguerras.
Se concluye que esas redes intelectuales católicas fueron más dinámicas y creativas –en el ámbito de las ciencias humanas y la literatura– que las jerarquías eclesiásticas del momento y que, ante la crisis de la modernidad, tras la fiebre rupturista de las vanguardias y el trauma de la Gran Guerra, esas redes ofrecieron, en la Europa de entreguerras, espacios de acogida, encuentro y esperanza; modelos vitales e intelectuales prestigiosos, merecedores de imitación; proyectos colectivos ilusionantes, como las revistas Esprit y Cruz y Raya; y la pertenencia a una red social y a una comunidad de identidad católica (intelectual, espiritual y amical) con todo el atractivo de su capital social: mapas de sentido, referentes comunes, publicaciones y redes de ayuda mutua. Por todo ello, esas redes intelectuales católicas fueron clave para reposicionar al catolicismo, en la Europa de entreguerras, como referente en las ciencias humanas y como respuesta renovadora y sugerente a la crisis de la modernidad.
Palabras clave: ciencias humanas, literatura, redes intelectuales, catolicismo, Maritain, Europa.
Abstract
This work studies, from concepts of network theory, the creation and articulation of Catholic intellectual networks in interwar Europe. Particular attention is devoted to Jacques Maritain, who, from his residence in Meudon and through projects such as the Thomistic Studies Circle, the Society for the Philosophy of Nature and the editorial collection Le Roseau d’Or, became the main superconnector and the connection center of Catholicism, in the field of human sciences and literature, in interwar Europe.
It is concluded that these Catholic intellectual networks were more dynamic and creative, in the field of human sciences and literature, than the ecclesiastical hierarchies of the moment. And that, in the face of the crisis of modernity, after the disruptive fever of the avant-garde and the trauma of the Great War, these networks offered, in interwar Europe, spaces of welcome, encounter and hope; prestigious intellectual and vital models, worthy of imitation; exciting collective projects, such as the Esprit and Cruz y Raya magazines; and belonging to a social network and a community of Catholic identity (intellectual, spiritual and friendly) with all the attractiveness of its social capital: maps of meaning, common references, publications and mutual aid networks. For all these reasons, these Catholic intellectual networks were key to repositioning Catholicism, in interwar Europe, as a reference in the human sciences and as a renewing and suggestive response to the crisis of modernity.
Keywords: human sciences, literature, intellectual networks, Catholicism, Maritain, Europe.
Resumo
Este trabalho estuda, a partir de conceitos da teoria das redes, a criação e articulação de redes intelectuais católicas na Europa entre guerras. É dada especial atenção a Jacques Maritain, que a partir da sua residência em Meudon, e através de projetos como os Círculos de Estudos Tomistas, a Sociedade para a Filosofia da Natureza e a coleção editorial Le Roseau d’Or, tornou-se o principal superconector e centro de conexões do catolicismo, no campo do humano ciências e literatura, na Europa entre guerras.
Conclui-se que estas redes intelectuais católicas foram mais dinâmicas e criativas, no campo das ciências humanas e da literatura, do que as hierarquias eclesiásticas do momento. E que, face à crise da modernidade, depois da febre disruptiva das vanguardas e do trauma da Grande Guerra, estas redes ofereceram, na Europa entre guerras, espaços de acolhimento, encontro e esperança; modelos vitais e intelectuais de prestígio, dignos de imitação; projetos coletivos emocionantes, como as revistas Esprit e Cruz y Raya; e pertencer a uma rede social e a uma comunidade de identidade católica (intelectual, espiritual e amigável) com toda a atratividade do seu capital social: mapas de significado, referências comuns, publicações e redes de ajuda mútua. Por todas estas razões, estas redes intelectuais católicas foram fundamentais para reposicionar o catolicismo, na Europa entre guerras, como referência nas ciências humanas e como resposta renovadora e sugestiva à crise da modernidade.
Palavras-chave: ciências humanas, literatura, redes intelectuais, catolicismo, Maritain, Europa.
“Una cristiandad no agrupada en un cuerpo de civilización homogéneo, sino extendida por toda la superficie del globo como una red de centros de vida cristiana diseminados entre las naciones”.
(Jacques Maritain, Humanismo integral, 1936, p. 271).
En 1926, Ortega y Gasset señala que, frente a las épocas de alejamiento de lo divino, hay otras en las que “emerge a sotavento el acantilado de la divinidad. La hora de ahora es de este linaje, y procede gritar desde la cofa: ¡Dios a la vista!” (p. 2). Un año después, afirma que “el catolicismo significa hoy, dondequiera, una fuerza de vanguardia, donde combaten mentes clarísimas, plenamente actuales y creadoras” (Herrero-Senés, 2011, p. 374). No extraña, entonces, que la principal revista de la vanguardia literaria española –La Gaceta Literaria– consagre en 1928 un número entero al tema “catolicismo y literatura”, con textos de Max Scheler, Ramiro de Maeztu, José Bergamín, Antonio Marichalar y Max Jacob, además de una entrevista a Jacques Maritain sobre el tomismo.
En 1930, el diario inglés The Daily Express abre con un ensayo a toda página del novelista Evelyn Waugh, “el último de una serie de destacados escritores británicos que ‘se han pasado’ a Roma” (p. 1),[1] donde explica las razones de su conversión católica. En 1936, desde las páginas de la Nouvelle Revue Française, Jean Grenier define su época como “la edad de las ortodoxias”. En estos últimos diez años, explica, se ha pasado “de una duda absoluta a una fe total, de una desesperanza sin límites a una esperanza también ilimitada” (p. 481). Compara el acercamiento de intelectuales como Gide o Rolland al Partido Comunista con la efervescencia de “una doctrina contraria pero igualmente de moda: el tomismo” (p. 489). Y explica que, “bajo la dirección de Maritain, las ciencias también han sido llamadas a rendir homenaje al Doctor Angélico” (p. 490) a través de la Societé de Philosophie de la Nature (1925-1931) y sus Cahiers. Una década después, en 1945, también Hannah Arendt (1994) registra en “Cristianismo y revolución” que “hemos sido testigos de una ola tras otra de resurgimiento neocatólico desde el período de decadentismo finisecular que en parte lo engendró” (p. 151).
Las referencias precedentes, incluidas las de filósofos no católicos como Ortega, Grenier y Arendt, registran la existencia de un fenómeno notable: la emergencia del catolicismo como corriente intelectual en la Europa de entreguerras. Esta observación nos lleva a formular la siguiente pregunta de investigación: ¿por qué, después de décadas dominadas por el positivismo y en pleno auge de la filosofía de la sospecha, se produjo en Europa un renovado interés por la religión entre escritores y estudiosos de las ciencias humanas? En investigaciones previas (Sánchez-Costa, 2014), hemos argumentado que, ante la crisis de la modernidad, tras la irrupción febril de las vanguardias artísticas y la devastación de la Gran Guerra, el catolicismo les ofreció a los intelectuales una filosofía realista, un hogar metafísico, un ideal, un sentido, una meta, una esperanza y un proyecto coherente de vida.
En este trabajo de historia intelectual, adoptaremos una perspectiva metodológica diferente –pero complementaria– basada en la teoría de redes para responder a la pregunta de investigación sobre la atracción del catolicismo entre intelectuales en la Europa de entreguerras. Introduciremos conceptos importantes de teoría de redes, estudiaremos las redes intelectuales del catolicismo en Francia (alrededor de figuras como Claudel y Maritain, que actuaron como superconectores de la red) y reseguiremos otras redes intelectuales católicas europeas –y sus enlaces internacionales– con Maritain como principal centro de conexiones. Finalmente, concluiremos que el catolicismo no solo ofreció respuestas a inquietudes existenciales, sino que también les proporcionó a sus adherentes la pertenencia a una red social y a una comunidad de identidad definida y organizada. La estructura de esta red facilitó un ambiente de apoyo mutuo, donde los mapas de sentido y las referencias comunes se consolidaron a través de publicaciones periódicas y correspondencias, reforzando la cohesión interna y la resiliencia de la comunidad frente a las corrientes ideológicas dominantes de la época.
El Homo sapiens es, además de zoon politikón (Aristóteles, 1988, p. 50), de animal político, cívico o social, un Homo dictyous: un “hombre en red” (Christakis y Fowler, 2010, p. 233). “Debemos cooperar con otros, juzgar sus intenciones e influir o ser influidos por ellos. En resumen, los humanos no sólo vivimos en grupos, sino que vivimos en redes” (p. 225). Esa vida social compleja es tan significativa para el ser humano que habría sido una de las causas de su desarrollo intelectual. Para Nicholas Humphrey, “la función principal del intelecto creativo es mantener unida a la sociedad. […] Las facultades intelectuales superiores de los primates han evolucionado como una adaptación a las complejidades de la vida social” (como se citó en Bateson y Hinde, 1976, pp. 307 y 316). Según esta hipótesis de la inteligencia social, los cerebros de los seres humanos (su mayor tamaño relativo y capacidad cognitiva) evolucionaron para la empatía, la cooperación y la competencia que requería convivir en redes sociales complejas, lo que, a su vez, posibilitó la supervivencia y el florecimiento de la especie humana.
Hasta hace pocas décadas, los historiadores privilegiaron el estudio de las jerarquías. Niall Ferguson (2018), en cambio, muestra en La plaza y la torre cómo desde el nacimiento del mundo moderno las redes –la plaza, lo horizontal– han sido tan importantes en la transformación histórica como las jerarquías: la torre, lo vertical. Analiza las redes de conocimiento de los descubridores ibéricos, las redes matrimoniales y financieras de los Medici, las redes de impresión de Lutero, las redes epistolares de Voltaire, las redes empresariales de la Revolución industrial, las redes intelectuales de la Revolución rusa, etc. Para Ferguson (2018), “debido a su estructura relativamente descentralizada, a la forma en que combinan clústeres y vínculos débiles, y al hecho de que son capaces de adaptarse y evolucionar, las redes tienden a ser más creativas que las jerarquías” (p. 91). A continuación se analizan estos y otros conceptos de teoría de redes.
Una red es un conjunto de relaciones (enlaces o aristas) entre nodos (personas, instituciones, objetos o vértices). La red social más simple es una díada: un vínculo entre dos nodos (por ejemplo, dos hermanos). Le sigue la tríada. Esta puede ser un triángulo o tríada transitiva si los tres nodos o miembros están conectados positivamente entre sí, o puede ser una tríada prohibida si uno de los tres miembros es amigo de uno, pero enemigo del otro. Eso introduce un desequilibrio que debilita los demás vínculos y, por tanto, la estructura de la red. Cuantos más nodos contenga una red y cuantos más vínculos recíprocos y positivos haya entre ellos, más valiosa resulta para sus miembros (facilita información, ayuda mutua, etc.) y más actúa la red como acelerador o magnificador de aquello que se comunica o intercambia en ella.
Hay redes sistemáticas y estructuradas. Otras, en cambio, surgen de modo espontáneo y son orgánicas o autoorganizadas. Casi todas ellas son dinámicas: crecen o decrecen, cambian con la adición o la redistribución de nodos y enlaces (según la frecuencia del cambio, se habla de redes más estables o inestables). La forma de las redes es muy variada: puede ser homogénea, con forma de malla (donde cada nodo tiene el mismo número de vínculos que los demás), pero la mayoría son heterogéneas. Unos pocos nodos (los hubs, núcleos o superconectores) concentran la mayor parte de conexiones, mientras que los demás cuentan con muchos menos enlaces. Así funciona la red de aeropuertos (donde hubs como Los Ángeles, Londres o Dubái centralizan muchas conexiones internacionales) o internet (donde páginas como Google, Facebook, Instagram o Wikipedia acumulan una parte importante del tráfico).
El cociente intelectual o la altura de los seres humanos sigue una ley de campana: suele ser similar y más o menos predecible (nadie mide 5 metros). En las redes, como hemos visto, suele ocurrir algo distinto. La desigualdad en el número de conexiones (el grado) de cada nodo es tan grande que no pueden realizarse predicciones correctas sobre él (un canal de YouTube tiene un seguidor; otro, cien millones). De ahí que, según Barabási (2002), conviene “abandonar la idea de una escala o un nodo característico” (p. 70) (promedio) y debemos considerarlas, en cambio, redes libres de escala. Otra forma de explicarlo es que la mayoría de las redes sigue –como en el reparto de la riqueza– una ley de poder matemática y una distribución de Pareto (por ejemplo, el 20% de los nodos congrega el 80% de los enlaces). Robert K. Merton (1968) llamó a este fenómeno de ventajas acumulativas el efecto Mateo, en referencia a la frase evangélica: “Al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará” (Mt 13: 12).
Que la mayoría de las redes sean libres de escala (y sigan la ley de poder, la distribución de Pareto o el efecto Mateo) se debe a la vinculación preferencial. Los agentes libres no se vinculan a los demás de modo aleatorio porque existe la homofilia (la atracción por personas parecidas) o, en términos matrimoniales, la homogamia. Las personas se vinculan preferentemente con quienes se parecen a ellas, con quienes están más próximas (en términos geográficos, culturales, etc.), con quienes tienen más aptitud y con quienes están mejor conectados, porque es más fácil encontrar a quien tiene ya más conexiones, porque la popularidad atrae y porque vincularse a un superconector aumenta el acceso a lo que fluye por la red (algo positivo, salvo en casos de epidemia sanitaria o financiera). “La probabilidad de que se elegirá un nodo es proporcional a su número de vínculos” (Barabási, 2002, p. 86). Los vínculos suelen crecer con el tiempo, de ahí que los nodos que primero forman parte de una red (los perfiles de redes sociales con años de funcionamiento, por ejemplo) tengan ventaja respecto a los recién llegados. Se amplifica así la desigualdad: el rico se hace más rico o, en casos extremos, el rico lo concentra todo (el buscador de Google absorbe hoy más del 80% de búsquedas de escritorio).
La homofilia en las redes tiene efectos positivos: relacionarse con personas similares en estatus social o valores nos permite prever su comportamiento y acceder a información relevante para nosotros. En términos psicológicos, “la identificación con el grupo nos dota de un significado, como antídoto a la ignorancia insoportable y la exposición al caos. […] Estos patrones de comportamiento y jerarquías de valores […] dan una estructura segura al ser dubitativo” (Peterson, 1999, p. 223). El problema es que un exceso de orden u homogeneidad puede resultar paralizador, pues dificulta el acceso a las experiencias y conocimientos ajenos a esa red (o al componente de ella del que formamos parte). “La homofilia actúa como un cortafuegos: los comportamientos son totalmente diferentes en diferentes partes de la red” (Jackson, 2019, p. 152). Esa forma de autosegregación genera cámaras de eco y polarización –política, cultural, afectiva– en las redes sociales, acentuada hoy por los algoritmos. De ahí que se haya hablado de una “heterofilia óptima” (Ferguson, 2018, p. 67) para las personas y redes sociales.
Dentro de una red encontramos clústeres: grupos de nodos densamente interconectados en comparación con otros nodos fuera del grupo. Los clústeres también pueden entenderse como subconjuntos, subgrupos o comunidades dentro de una red que surgen por la presencia de conexiones más frecuentes o fuertes entre sus nodos. Así pues, muchas redes presentan una estructura modular, es decir, se subdividen en módulos o comunidades distintas, que, cuando actúan según un propósito común, llamamos camarillas. Formar parte de un clúster, subgrupo, módulo o comunidad dentro de una red, como hemos visto, nos ofrece sentido de pertenencia y seguridad, pero también puede distanciarnos afectiva e intelectualmente de otros grupos (según la estrategia adaptativa del tribalismo, anclada todavía en nuestros genes).
En una red, tanto los grupos como sus “nodos compiten siempre por conexiones, porque los enlaces representan la supervivencia en un mundo interconectado” (Barabási, 2002, p. 106). En épocas prehistóricas, ser expulsado de una familia, clan o tribu podía impedirle a alguien el acceso a las fuentes de alimento, cobijo y protección física necesarias para sobrevivir. A lo largo de la historia, algunos de los peores castigos han sido el confinamiento solitario, la marginación, el ostracismo, el destierro, la excomunión o la reciente cancelación social. Todos implican la pérdida radical de vínculos sociales, el aislamiento y no pocas veces conducen a la depresión o incluso al suicidio. Así pues, necesitamos los vínculos personales para vivir en sociedad y competimos por conexiones (networking), porque representan un capital social: “Los favores, recursos e información a los que una persona puede acceder desde su red de conexiones sociales o como resultado de su reputación” (Jackson, 2019, p. 139).
En las redes son fundamentales los hubs o centros de conexión. Esos nodos con muchas conexiones “determinan la estabilidad estructural, el comportamiento dinámico, la robustez y la tolerancia a errores y ataques de las redes. […] Son los individuos altamente conectados que mantienen las redes sociales unidas” (Barabási, 2002, pp. 72 y 129). Como san Pablo, el superconector cristiano tras la muerte de Jesús, o como Maritain (Maritain y Maritain, 1987), que, parafraseando al apóstol de los gentiles (1 Co 9:16), afirma en 1922: “¡Ay de mí si no anuncio el tomismo!” (p. 928). Estos líderes de opinión o influencers, al difundir las innovaciones y asociarlas a su estatus prestigioso, posibilitan su adopción por parte de la población. Pero, además de los hubs, son clave los intermediarios: los conectores o puentes que salvan los huecos entre grupos. Así, Gertrude Stein es relevante por sus escritos, pero lo es todavía más por su función de intermediaria entre las vanguardias artísticas. Por su salón de París desfilaron escritores modernistas como Scott Fitzgerald, Joyce o T. S. Eliot, pintores cubistas como Picasso, Braque o Gris o artistas dadaístas como Man Ray o Duchamp.
La sociedad humana es una red de redes: una red interconectada, constituida, a su vez, por múltiples redes, subredes y comunidades. Gracias a los hubs y a los intermediarios, las redes son mundos pequeños porque “suelen tener un diámetro pequeño y una longitud de ruta promedio pequeña” (Jackson, 2010, p. 56); es decir, bastan muy pocos pasos para conectar un nodo con otro situado en otra parte lejana de la red. Para explicar ese fenómeno, Granovetter introduce en 1973 la idea de “la fuerza de los vínculos débiles”: su “poder cohesivo” en las “relaciones entre grupos” (p. 1360). No es la pequeña red de amigos (vínculos fuertes), sino la red mucho más amplia de conocidos (vínculos débiles), “la que hace posible las oportunidades de movilidad” y la “cohesión social. Cuando un hombre cambia de trabajo, no sólo pasa de una red de vínculos a otra, sino que también establece un vínculo entre esas redes” (p. 1373). A diferencia de los amigos, los conocidos o contactos más lejanos tienden a moverse en redes diferentes a las nuestras y, por tanto, cuentan con acceso a otras fuentes de información. En un estudio de 1974, Granovetter (1995, p. 17) concluye que el 56,8% de las personas estudiadas encontraron su trabajo a través de contactos personales. Entre ellas, el 16,7% vieron a ese contacto “a menudo”; el 55,6%, “ocasionalmente”; y el 27,8%, “raramente” (p. 53). El dato constata la fuerza de los vínculos débiles.
En el mundo inmobiliario se repite que los tres factores determinantes para el valor de un bien raíz son: ubicación, ubicación, ubicación. En teoría de redes, la posición es también fundamental. ¿Está un nodo situado en una posición central o periférica de esa red y otras colindantes? Cabe examinar, para ello, su centralidad de grado: el número de enlaces o relaciones que irradian de ese nodo. Otro elemento es la capacidad o centralidad de intermediación: la cantidad de información que fluye por un nodo. En ese caso, no es esencial el número de vínculos directos del nodo, sino hasta qué punto esos nodos enlazados tienen enlaces, a su vez, con otros nodos (cuántos amigos tienen mis amigos y cuán importantes o centrales son). Finalmente, se habla de centralidad de cercanía o proximidad: la media de pasos que existe entre un nodo y los demás de una red. Los hubs o superconectores tienen, por supuesto, una alta centralidad de grado y, a menudo, también de intermediación y cercanía.
Exploremos ahora el auge del catolicismo en el mundo intelectual francés, desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial, a través de la figura del poeta Paul Claudel, de su influencia sobre muchos escritores que publicaban en la revista literaria Nouvelle Revue Française y de las redes amicales e intelectuales que formó.
En las últimas dos décadas del siglo XIX, en una Francia marcada por el positivismo, la confianza tecnocrática en el progreso y el descreimiento religioso, se forma una pequeña red de escritores católicos simbolistas y decadentistas (varios de ellos, conversos): Paul Verlaine, Jules Barbey d’Aurevilly, Ernest Hello, Joris-Karl Huysmans y Léon Bloy. Son nodos densamente interconectados entre sí (una red concentrada), pero desconectados de la red eclesiástica y de la red de publicaciones católicas de la época (y, por tanto, periféricos respecto al catolicismo mainstream), hasta el punto de que Bloy titula su libro sobre Verlaine, d’Aurevilly y Hello como Un trío de excomulgados (1889). Su conexión internacional directa es, a finales del siglo XIX, con Oscar Wilde, quien admira a Huysmans, se acerca al catolicismo durante su internamiento en la cárcel y se bautiza en 1900 en el lecho de muerte. Pero habrá que esperar hasta los primeros años del siglo XX para que Bloy adquiera rango de hub, influyendo a través de su vida y escritos sobre algunos autores ingleses (Chesterton, Greene, Benson) y sobre muchos franceses, siendo clave en la conversión de Maritain.
En 1886 se convierte Paul Claudel, el poeta católico más afamado del siglo XX y uno de los hubs del renouveau catholique francés. Durante las primeras décadas del siglo XX, a través del prestigio de su obra literaria y su actividad epistolar, imprime su sello católico a la cultura europea y propicia conversiones como las del poeta Francis Jammes, el crítico literario Jacques Rivière y el director de teatro Jacques Copeau. En una carta de 1911, le confiesa Claudel a Jammes: “Todo católico que quiera hoy mantener su fe en medio de la indiferencia, o incluso de la hostilidad general, es un luchador (en el sentido de resistencia) y un aislado”. Esa situación, prosigue, se agudiza en un “intelectual” y más todavía en “un converso, a quien el accidente sobrevenido sitúa de repente al margen de antiguos hábitos y relaciones” (Claudel et al., 1952, p. 209). Habrá que esperar todavía unos años hasta que se tejan las redes intelectuales católicas que remedien el aislamiento social del que habla aquí Claudel.
Rivière, director de la Nouvelle Revue Française (en adelante, NRF) desde 1919 hasta su muerte, se acerca al catolicismo por mediación de Claudel, Péguy y Alain-Fournier. En 1907, Claudel le recomienda a Rivière leer “sobre todo a Pascal, que es el verdadero apóstol ad exteros para nosotros, los franceses. Muchos libros de místicos. […] Dante. Todo lo que puedas encontrar de Newman” (Rivière y Claudel, 1926, p. 49). Pascal, el científico y humanista que desarrolla la calculadora, la mecánica de fluidos y la teoría de la probabilidad, mantiene en el siglo XX toda su fuerza persuasiva. En 1918, el vanguardista Apollinaire le escribe a Picasso: “¿Qué hay todavía hoy que sea más nuevo, más moderno, más despojado, más cargado de riquezas que Pascal? Lo disfrutas, creo, y con razón. Es un hombre al que podemos amar” (Gugelot, 1998, p. 78). Pascal ilumina a casi todos los escritores del renouveau catholique francés, como Newman a los ingleses. Julien Green cuenta que, en su adolescencia, “Pascal era para mí la religión misma” (Sánchez-Costa, 2012, p. 21). François Mauriac habla de quienes “hemos mantenido la fe en este Dios sensible al corazón, gracias a Blaise Pascal, hasta un punto que sólo Dios sabe” (Broglie et al., 1963, p. 339). Charles Du Bos (2003) considera que “no ha habido mayor católico que Pascal” (p. 883) y su conversión le debe mucho a su obra y a la de san Agustín.
También Péguy, católico socialista y republicano, director de los Cahiers de la Quinzaine, es para muchos una fuerza inspiradora. En 1912, al reseñar El Misterio de los santos inocentes de Péguy, Rivière (1912b) lo considera “un libro activo. […] Desde que está en mí, ¿qué no ha logrado? No cesa de obrar dentro de mí. […] Nos dice que Dios está a nuestro favor, no en contra nuestra” (p. 983). Unos meses después, Rivière (2012a) publica en la NRF el ensayo “De la fe”, dedicado a Claudel, siguiendo de cerca las reflexiones de Péguy. Claudel felicita a Rivière, exultante: “Me atrevo a decir que tu lugar está señalado con Patmore, con Péguy, con Chesterton y, si me permites, conmigo mismo, entre los escritores cuya tarea es la de rehacer una imaginación y una sensibilidad católicas” (Rivière y Claudel, 1926, p. 250). Como expresa bellamente Claudel, su propósito no es solo crear redes de intelectuales, sino también valiosas redes de obras literarias y de pensamiento que contribuyan además a recristianizar la cultura.
Rivière muere en 1925, con 39 años, tras abandonar la práctica religiosa seis años antes. Surge la pregunta, entonces, de si ha muerto como creyente. La polémica se agranda no por el peso de la obra de Rivière, sino por dirigir él, en el momento de su muerte, la NRF: una de las revistas culturales más prestigiosas del mundo, en la que se espejearán la revista de T. S. Eliot The Criterion (1922) y la Revista de Occidente (1923) de Ortega. Cabe recordar la centralidad de Francia, hasta los años 70 del siglo XX, en la “República de las letras” internacional. Así pues, importa a muchos la fe de Rivière, ante todo, por su ubicación central, sus múltiples conexiones y su altísima capacidad de intermediación –como director de la NRF– en la red literaria mundial.
La muerte de Rivière conmociona a otro colaborador de la revista: su amigo y crítico literario Charles Du Bos. Este sella su conversión católica en 1927 y en su diario hace suya la frase de Rivière: “Es ante todo para comprender que me he hecho cristiano” (Du Bos, 2004, p. 491). En 1928, Mauriac (1990) publica en la NRF el ensayo “Sufrimientos del cristiano”, donde plantea que el cristianismo acaso sea un ideal impracticable. Tiempo después, define su texto como “un grito, un llamado desgarrador. ¿Hacia Dios? No, más bien un grito de auxilio hacia mis hermanos” (p. 747). Su amigo Du Bos lo acompaña a Lourdes. En 1929, desde la fe reencontrada, Mauriac publica en la revista “Felicidad del cristiano” con citas de Bloy, Péguy y Claudel.
Ese mismo año se bautiza el filósofo y dramaturgo Gabriel Marcel, con Mauriac como padrino. Marcel agradece también la “mediación” de Du Bos y le confiesa que “es por ti que me he hecho cristiano” (Fouilleux, 1993, p. 243). Se aprecia aquí el poder conectivo de un triángulo amical (una tríada transitiva). Marcel apunta:
Vamos a Dios a través del hermano. […] He conocido personas en las que sentía tan viviente la realidad de Cristo, que me era imposible dudar. En el fondo, siempre he creído más en la fe de los demás que en la propia. (Como se citó en Moeller, 1963, p. 234)
Asimismo, emplea la imagen de la red para explicar cómo, para Du Bos, sus amigos son “miembros de una cierta comunidad (‘los amados’) […] Nosotros, sus amigos, nos sentíamos como prendidos en su red”, pues deseaba “mantener una consonancia espiritual con aquellos a quienes amaba” (Marcel et al., 1941, p. 37).
Mientras Du Bos ultimaba su conversión, Claudel y Gide concluían, de modo tormentoso, una relación amical y epistolar de décadas. André Gide no solo es, desde la fundación de la NRF en 1908, su hub principal. Es, además, durante la primera mitad del siglo XX, uno de los superhubs de la cultura francesa, premiado en 1947 con el Nobel de literatura. Sartre rememora en 1951: “Todo el pensamiento francés de los últimos treinta años, se quiera o no, cualesquiera que sean sus otras coordenadas, Marx, Hegel, Kierkegaard, debía definirse también en relación a Gide” (como se citó en Winock, 1997, p. 155). Prueba de su magnitud son estas palabras de Claudel, en 1926, en su última carta a Gide: “Eres lo que está en juego, el actor y el teatro de una gran lucha cuya conclusión me es imposible predecir” (Claudel y Gide, 1949, p. 245).
El motivo de la ruptura es el protagonismo de la homosexualidad en la literatura de Gide. Claudel, de modo áspero, lo acusa de dañar la moral y de exponerse a asumir una posición periférica en la red intelectual. Gide, que se considera entonces un cristiano sin Iglesia, muestra en su diario íntimo de 1916-1919 ‒dedicado a Du Bos‒ su debate espiritual. En 1915 se había convertido, en el frente de batalla, el escritor Henri Ghéon, uno de los fundadores de la NRF, “su mejor amigo y compañero de innumerables correrías homosexuales” (Sheridan, 1999, p. xiii). En 1917, refiere Gide (1939) en su diario una carta de Ghéon, “de las más conmovedoras”, pero “mi alma permanece desatenta y cerrada, demasiado enamorada de su pecado para tomar el camino que la aleja de él” (p. 622). Dos meses después, escribe que “Ghéon está para mí más perdido que si estuviera muerto. No ha cambiado ni está ausente: está confiscado” (p. 627).
A partir de 1917, Gide se aleja progresivamente de toda consideración religiosa. En 1924 publica Corydon: una apología de la homosexualidad y la pederastia. En 1925 se ve por última vez con Claudel y, un año después, intercambian sus últimas cartas. En los años 20 siguen las conversiones de fundadores o colaboradores asiduos de la NRF: Jacques Copeau, Jean Cocteau (1925), Du Bos (1927) y Marcel (1929). Pero, por la centralidad de Gide en la red de la NRF, su nuevo anticatolicismo militante genera demasiadas tríadas prohibidas (con uno de sus vínculos hostiles), tensionando y desestabilizando toda esa red. Mauriac (1990) habla de “guerra de religión” (p. 503).
Tras el affaire Gide y los cortocircuitos en la NRF, Jacques Maritain se propone crear una red intelectual católica. A continuación se verá cómo articula Maritain esa red, siendo entre 1925 y 1945 el epicentro del catolicismo intelectual en Europa.
En 1931, otro amigo de Gide convertido al catolicismo, Jacques Copeau, le sugiere a Mounier principios que inspiren la revista que este se propone crear (Esprit): “Una verdadera crítica cristiana, lúcida, audaz, y al mismo tiempo llena de caridad. […] ¡Si se hubiera sido así con Gide! Además, sería necesario un tono alegre, incluso en asuntos serios” (Mounier, 2017, p. 228). Esos son, de hecho, los talentos de Jacques Maritain: potencia intelectual, sensibilidad artística, misticismo, así como una personalidad alegre y cariñosa. Mauriac (1938) lo describe como “amado tiernamente por sus amigos y respetado por sus adversarios”. En la casa de Maritain, en Meudon, y “en su mirada y su voz”, “muchos que se podría creer desesperados” encuentran paz y “la presencia visible de la Misericordia” (p. 1). La esposa de Xavier Zubiri, exiliada con él en París durante la guerra civil española, afirma sobre Meudon: “De aquella casa nunca salió nadie que necesitase ayuda sin haberla hallado. Ayuda moral, intelectual, práctica. […] Era la casa de la esperanza” (De la Reina, 2012, p. 180). Por su parte, Maritain (1992) se autodefine como “un mendigo del cielo disfrazado de hombre de mundo”, un “romántico de la justicia pronto a imaginar, tras cada batalla librada, que la justicia y la verdad triunfarán entre los hombres” (p. 130).
Maritain nace en 1882 y es educado en el protestantismo liberal. Estudia Filosofía y Ciencias en la Sorbona, donde se enamora de Raïssa, una chica rusa de origen judío, poeta e intelectual. Conocen a Péguy, quien les recomienda asistir a las clases de Bergson. Este “fue el primero en responder a nuestro profundo deseo de verdad metafísica: liberó en nosotros el sentido de lo absoluto” (Maritain y Maritain, 1991, p. 27). En 1904, Jacques y Raïssa contraen matrimonio civil y conocen a Bloy, quien los orienta hacia el ideal de santidad: “Nos presentó a los santos y a los místicos porque los amaba, porque su experiencia le era tan cercana que no podía leerlos sin llorar” (Maritain, 2000, p. 107). Los Maritain se bautizan en 1906. Péguy reencuentra la fe en 1907. Pero las discrepancias teológicas escalan y Péguy rompe su amistad con Maritain en 1910. Este se avergonzará años después del “tono dogmático y arrogante” en sus cartas a Péguy, que muestran “la fatuidad a la que uno puede llegar cuando es joven y acaba de sufrir el impacto de la conversión” (Maritain y Maritain, 1993, p. 1255).
En los años previos a la Primera Guerra Mundial, Maritain se hace amigo del pintor expresionista Georges Rouault, al que conoce en casa de Bloy. Estudia Biología en Heidelberg bajo la dirección de Hans Driesch y descubre, a través del padre Clérissac y de Raïssa, las obras de santo Tomás de Aquino. Abraza el tomismo, vive en Versalles y asume una posición política conservadora, cercana al movimiento político de Charles Maurras (Acción Francesa). En 1914, muere Péguy en las trincheras, y en 1918, un soldado que se carteaba con Maritain, le lega al morir sus bienes a Maurras y a Maritain. Con ese dinero, este funda en 1920 la Revue Universelle (donde dirige la sección de filosofía) y compra una casa en Meudon, a las afueras de París. Allí se traslada en 1923, instala un oratorio con el Santísimo y celebra, hasta 1939, los círculos tomistas, donde participan Gilson, Yves Congar y Charles Journet. Allí organiza, además, un retiro espiritual anual, impartido por el tomista Garrigou-Lagrange, que, en 1937, congrega a más de trescientas personas. Mantiene amistad con los filósofos personalistas Mounier, Marcel, Guardini y Edith Stein y acoge reuniones interreligiosas y ecuménicas, donde participa el filósofo ruso ortodoxo Nikolái Berdiaeff y el arabista Louis Massignon.
En los años 20, Maritain traba amistad con el pintor surrealista Marc Chagall, de origen judío, al que ayuda a escapar de Francia ante la invasión nazi; con el pintor futurista italiano Gino Severini, al que le presta luego su casa de Meudon; con el crítico de arte Maurice Denis; con los compositores Erik Satie, Georges Auric, Arthur Louiré y Manuel de Falla; con Cocteau, Ghéon, Copeau, Du Bos, Mauriac, Claudel y Bernanos; con T. S. Eliot; con los escritores surrealistas Pierre Reverdy, Max Jacob y Maurice Sachs; y con el escritor Julien Green, que, como muchos asistentes a Meudon, era homosexual. Al conocer su homosexualidad, Maritain le recomienda la continencia sexual en bellísimas cartas de 1927: “Ahora que te conozco mejor, mi querido amigo, te amo más que antes. […] Nunca te juzgaré. […] Lo que sé es la profundidad de tu corazón. […] Que la santa luz del Evangelio nos ilumine a ambos, querido Julien” (Green y Maritain, 1979, pp. 46-48).
En 1925, Maritain funda, en la editorial Plon, la colección literaria Le Roseau d’Or como “réplica a la NRF” (Chenaux, 1992, p. 168). La colección publica, hasta 1932, decenas de obras de los autores más importantes del renouveu catholique francés, así como de Guardini, Chesterton, T. S. Eliot, Belloc o Papini. En esos años, Maritain actúa también como inspirador, hub e intermediario de la Sociedad de Filosofía de la Naturaleza (1926-1932, con Cahiers hasta 1936), cuyo propósito, exponen, es restaurar “la unidad intelectual” a través de “una filosofía de la naturaleza que, lejos de disociar las facultades humanas, permita su florecimiento en la unidad recobrada del pensamiento y de lo real” (Hubert, 1999, p. 15). La Sociedad, presidida por el geólogo Pierre Termier (vicepresidente de la Academia de Ciencias de Francia), cuenta entre sus miembros y colaboradores con biólogos como Lucien Cuénot, matemáticos como Vallée Poussin y filósofos como Roland Dalbiez.
En 1926, el papa Pío XI condena algunas obras de Maurras y el diario conservador radical que dirige: Action Française. Poco antes de la condena, Maurras y Massis visitan a Maritain para pedirle que interceda para evitarla. Después de la condena, ante el conato de rebelión de miles de católicos franceses, es ahora el papa quien le solicita a Maritain que coordine libros para explicar las razones de la prohibición. En 1927, le escriben desde el Vaticano: “No tenemos esperanza sino en usted” (Prévotat, 2001, p. 416). Ese año publica Primacía de lo espiritual (1927b) y Por qué Roma ha hablado (Maritain et al., 1927a). Desde entonces, Maritain se aleja del tradicionalismo, defiende la separación entre Iglesia y Estado, promueve ‒junto a Mounier y su revista Esprit‒ el “personalismo comunitarista” (Maritain y Maritain, 1984, p. 914), la democracia cristiana y la conciencia social del cristiano y contribuye a articular la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948).
Maritain (1930) escribe en El Doctor Angélico que, a diferencia de la cristiandad medieval, en el siglo XX la cultura cristiana ya no es homogénea y limitada a una parte del globo, “sino una red viva de instituciones y de hogares cristianos de vida intelectual y espiritual diseminados entre las naciones dentro de la gran unidad supracultural de la Iglesia” (p. 84). Si la cristiandad medieval era un “castillo fortificado”, el nuevo cristianismo debía repensarse como una constelación o “un ejército de estrellas lanzadas al cielo. La unidad no es menos real, pero es difusa, no concentrada” (p. 84). Repite esa idea en Humanismo integral (Maritain, 1936), emplazando a los católicos a establecer “una red de obras culturales que sean como los inicios de un cristianismo potencial” (p. 320).
Así lo había vivido en la Francia anticlerical de principios del siglo XX y en el hogar de Bloy, y así lo replicará él, a mucha mayor escala, en Meudon. Green (1975) destaca “la paz maravillosa que reina en ese hogar” (p. 45) (Maritain encabeza incluso sus cartas con la palabra Pax). Cocteau celebra “el espíritu de esta familia que la Fe nos concede” (Cocteau y Maritain, 1964, p. 42) y le agradece a Maritain haberle dado algo mejor que público: “compañeros” (p. 47). Maritain, desde Meudon, no solo teje una red intelectual y cultural: también una red social y amical, casi una familia sustitutiva, particularmente valiosa en una Europa traumatizada tras las pérdidas de la Gran Guerra.
Maritain, más que ningún otro intelectual católico del periodo de entreguerras, fue Homo dictyous: un hombre en red, y si toda red inicia en una díada, su relación amorosa e intelectual con Raïssa actuó como catalizador de sus futuras redes: ella trató a muchos de los amigos de Maritain, sobre los que escribió en su libro Las grandes amistades (Maritain, 2000). La vida de Jacques Maritain muestra la fuerza de los vínculos débiles: recibió una herencia de un soldado apenas conocido, que le permitió fundar la Revue Universelle y comprar Meudon, y evidencia el poder creativo de la red frente a la torre vertical, la de un intelectual hiperconectado, más que la jerarquía política o eclesiástica del momento. Así lo hemos visto con la condenación de Action Française, cuando recurren a Maritain tanto Maurras y Massis como luego Pío XI. Años después, Charles de Gaulle le pide que sea embajador de Francia ante la Santa Sede (cargo que ocupa entre 1945 y 1948), y Pablo VI, en 1965, les entrega su mensaje a los intelectuales. En su faceta creativa, Maritain armoniza el tomismo con el arte vanguardista y reivindica la misión santificadora de los laicos en el mundo, junto a otros intelectuales católicos del periodo (como san Josemaría Escrivá, Maragall, Maeztu, Péguy o Bernanos), anticipando así el Concilio Vaticano II (Sánchez-Costa, 2018).
La red de Maritain creció tanto, en parte, porque él buscó crearla y ampliarla para promover el cristianismo en la sociedad y la cultura y también porque muchos lo buscaron a él. Porque las personas se vinculan preferencialmente: con quienes se parecen a ellas (la homofilia, que Maritain incentivó), con quienes tienen mayor grado de conexiones, con quienes poseen más aptitud, más prestigio, más popularidad y con quienes, por todo ello, pueden facilitar, a su vez, nuevas oportunidades de conexión (networking) y de capital social (trabajos, publicaciones en revistas y editoriales, etc.). Maritain atrae por su maestrazgo intelectual (es un maître à penser), que le merecerá en Francia el Gran Premio de Literatura (1961) y el Gran Premio Nacional de las Letras (1963). Cautiva, también, por su extraordinaria calidad humana, su intensa espiritualidad y la amplitud de sus conexiones (en cantidad, calidad y diversidad geográfica, social e intelectual).
La red intelectual y social de Maritain fue, por todo ello, una red libre de escala que participó de la dinámica de las ventajas acumulativas (ley de poder, distribución de Pareto, efecto Mateo). Así, se convirtió Maritain en el superhub, en el superconector del catolicismo intelectual en la Europa de entreguerras, que fue una “red de mentes avivándose entre sí” (Pearce, 2006, p. 275), en la que Maritain asumió una posición central (en términos de grado, intermediación y cercanía). Así creó, como expresa Heynickx, una “poderosa red trasnacional”, “densa y cohesionada, en la que las amistades constituían los nodos, unidos por un conjunto complejo de relaciones (in)directas” (Heynickx y Maeyer, 2010, p. 19). Una red viva y dinámica con incontables ramificaciones en la filosofía, la teología, la política, el arte o la literatura europea y, desde su traslado a Estados Unidos en 1940, también americana.
En Inglaterra, desde la Reforma de Enrique VIII, el catolicismo es una religión perseguida y luego discriminada. Apenas la practican inmigrantes fabriles irlandeses y algunas familias nobiliarias, como las que retrata Evelyn Waugh (1945) en Retorno a Brideshead. A mediados del siglo XIX, el Movimiento de Oxford de John Henry Newman reivindica las tradiciones más cercanas al catolicismo en la Iglesia de Inglaterra. En 1845, Newman se convierte al catolicismo y crea instituciones y redes educativas católicas: la Escuela Oratoniana y la Universidad Católica de Irlanda. Escribe obras maestras del pensamiento teológico y un clásico de la literatura: Apologia pro vita sua (1864). Joyce (1957) afirma que “nadie ha escrito prosa en inglés que sea comparable” (p. 366) a la de Newman. Inglaterra, tras décadas de incomprensión, acaba reconociendo su talento, y cuando el papa León XIII lo nombra cardenal, Newman elige el lema “el corazón habla al corazón”. Como Maritain, Newman aúna brillantez intelectual y sensibilidad humana. De ahí que se los admire y se los ame. Canonizado en 2019, Newman es el único hub intelectual católico del siglo XIX en Inglaterra, y en el siglo XX sigue siendo referente intelectual y espiritual de la mayoría de los conversos católicos ingleses, como Pascal lo es en Francia.
En las primeras décadas del siglo XX, G. K. Chesterton es el hub intelectual del catolicismo en Inglaterra y uno de los principales centros de conexiones del resurgimiento católico europeo. Para Maeztu, Chesterton es “el mejor articulista de la prensa inglesa” (Santervás, 1987, p. 158). Borges lo considera “uno de los primeros escritores de nuestro tiempo” (Anderson, 1973-1974, p. 477). El novelista Graham Greene (1969) destaca su “optimismo cósmico”, que “devolvió al pensamiento [religioso] original la frescura, la sencillez y la excitación del descubrimiento” (p. 137). Chesterton debate públicamente con los intelectuales ingleses más prominentes, como George Bernard Shaw, H. G. Wells y Bertrand Russell y su obra irradia sobre intelectuales católicos ingleses como Hilaire Belloc, T. E. Hulme, Maurice Baring, Ronald Knox, Christopher Dawson, el Barón von Hügel, Alfred Noyes, Dorothy Sayers, Evelyn Waugh y J. R. R. Tolkien, así como sobre los anglicanos T. S. Eliot y C. S. Lewis (próximos al catolicismo). El canadiense Marshall McLuhan lee a Chesterton desde 1932 y, muy influido por él (y, en menor grado, por el tomismo de Maritain), se convierte al catolicismo en 1937, un año después de regresar a América tras su primera estancia en Cambridge.
Entre las redes intelectuales católicas inglesas de principios del siglo XX, cabe mencionar el clúster o comunidad de los Inklings, en Oxford, donde participan, entre otros, Tolkien, C. S. Lewis y el poeta Charles Williams. Sobresale, en términos de difusión e intermediación trasnacional, la editorial católica londinense Sheed & Ward. Fundada por un matrimonio en 1926 (un año después que Le Roseau d’Or), publica a los autores más destacados del resurgimiento católico europeo. Si se considera su catálogo hasta 1945, encontramos obras de autores ingleses como Chesterton, Belloc, Dawson, Knox, Waugh, Noyes, C. S. Lewis o Von Hügel; de franceses como Maritain (el más destacado, con diez obras traducidas), Bloy, Claudel, Ghéon, Du Bos o Henri Bremond; de alemanes como Guardini, Gertrud von le Fort o Dietrich von Hildebrand; de Sigrid Undset, Papini o Berdiaeff. En 1933, Sheed & Ward abre una sucursal en Nueva York y promueve ‒como Maritain en Meudon‒ un espíritu de comunidad familiar (se celebran los cumpleaños o las bodas).
A diferencia de Francia e Inglaterra, España sigue siendo, a principios del siglo XX, un país mayoritariamente católico, aunque no lo sean tanto sus élites intelectuales. Joan Maragall (1981) promueve un catolicismo vitalista teñido de modernismo: “Como siento la solidaridad de las almas y me parece ver muchas dormidas, quisiera despertar alguna” (p. 766). Su amigo Unamuno (2008), desde su cristianismo agónico y heterodoxo, busca también “inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos si puedo” (p. 54). José Bergamín (2000), discípulo de Unamuno, defiende un conocimiento atravesado de pasión y volcado al compromiso social: “Existir es pensar; y pensar es comprometerse” (p. 111). En 1933, Bergamín funda la revista Cruz y Raya, inspirada en Esprit de Mounier (fundada un año antes). Entre los colaboradores encontramos a amigos de Maritain, como el jurista Alfredo Mendizábal, el compositor Manuel de Falla y el filósofo Xavier Zubiri, así como el crítico Antonio Marichalar (quien, junto al francés Valery Larbaud, actúa de intermediario y conector entre las literaturas europeas). La revista –católica, pero no confesional– publica hasta junio de 1936 clásicos de la cultura española, de la cristiandad (Pascal, Newman, Hopkins o Patmore) y del resurgimiento católico del siglo XX (T. S. Eliot, Maritain, Mounier, Bloy, Péguy o Max Jacob), así como contribuciones de autores no católicos como Ortega, Rafael Alberti o María Zambrano.
Aunque Cruz y Raya nace sin filiación política, se escora hacia posiciones socialistas a medida que se aproxima la guerra civil española, a la par que su director Bergamín. Otros, en cambio, asumen el camino inverso. Ramiro de Maeztu, anarquista en su juventud y luego socialista, se convierte al catolicismo en 1916, durante su estancia en Inglaterra como corresponsal de prensa, influido por el humanismo cristiano de Thomas Ernest Hulme y el catolicismo social de Chesterton y Belloc. Desde su regreso a España en 1919, deriva hacia posiciones cada vez más conservadoras y tradicionalistas, que cristaliza en Defensa de la Hispanidad (1934). Hay, además, escritores católicos seducidos por el fascismo de Mussolini, como Giménez Caballero, Rafael Sánchez Mazas y Dionisio Ridruejo, que participan en la fundación de Falange Española.
La creciente polarización política y el estallido de la guerra civil española quiebra muchos vínculos de amistad y, al mismo tiempo, genera acercamientos inesperados. En Francia, por ejemplo, la oposición pública de Maritain a la utilización franquista del término “santa cruzada” lo enemista unos años con Claudel, pero lo aproxima al novelista Bernanos, quien, al presenciar en Mallorca la represión franquista, denuncia el fascismo en un ensayo célebre: “Los grandes cementerios bajo la luna” (1938). Maritain, por sus posicionamientos sobre la guerra civil española o sobre la articulación entre lo espiritual y lo temporal, generará controversia no solo en Europa. En América del Sur, especialmente tras el viaje que realiza a Buenos Aires en 1936, se publican miles de páginas laudatorias y condenatorias sobre el filósofo, hasta el punto de articularse una suerte de contrared o de “internacional antimaritainiana” (Compagnon, 2003, p. 180).
En Alemania hay un resurgimiento católico en la liturgia, espoleado por Romano Guardini, pero no tanto en la cultura general. En el ámbito filosófico, se convierten al catolicismo dos discípulos de Husserl: Edith Stein y Dietrich von Hildebrand (quienes sufren luego la persecución nazi), así como el fenomenólogo Max Scheler. Todos ellos, como Guardini y la escritora Gertrud von le Fort, tienen conexiones con Maritain. Por otra parte, los escritores conversos Hugo Ball, Joseph Roth y Alfred Döblin aparecen como nodos aislados de la red intelectual católica. Roth sufre el exilio por ser judío y, por su horror ante el auge nazi y su aislamiento, muere en París en 1939, consumido por la bebida. Alfred Döblin, autor de la obra maestra vanguardista Berlin Alexanderplatz (1929), se convierte al catolicismo en 1941, mientras está exiliado en Estados Unidos. Pero, en ese caso, su conversión lo aparta de sus antiguas amistades marxistas y sionistas y, al regresar a Alemania, no encuentra una comunidad intelectual católica de acogida.
Finalmente, en el ámbito europeo, cabe mencionar las conversiones del escritor italiano Giovanni Papini (1921) y de la novelista noruega Sigrid Undset (1924), que obtiene el Premio Nobel de Literatura en 1928.
Desde Aristóteles sabemos que el ser humano no es solo un animal racional, político y social: también es un animal mimético. David Hume (y su amigo Adam Smith, tras él) denominan el contagio emocional y valorativo del ser humano con el término “simpatía” (la “empatía” actual), comparando a las personas con instrumentos musicales, cuyas cuerdas emocionales e intelectuales vibran al unísono. René Girard, con su teoría mimética, añade que la mímesis se aplica igualmente a los deseos humanos. Deseamos no tanto las realidades en sí mismas, sino porque las desean otros. Para Girard, hay siempre –entre el sujeto deseante y el objeto deseado– otro sujeto mediador, que comunica su prestigio a lo deseado. Al copiar los deseos del modelo o mediador, el sujeto quiere parecerse o incluso ser como él o ella. Así ocurre también en el cristiano, que aspira a desear lo que desea Jesús (la imitatio Christi) y los santos (imitatio sanctorum) para parecerse más a ellos (para ser alter Christus, ser santo).
Y así sucedió, tal como hemos visto, en muchas conversiones al catolicismo en la Europa de entreguerras, que fueron propiciadas por los textos y el ejemplo vital de modelos o mediadores prestigiosos como Claudel, Maritain y Chesterton. Ellos crearon esa red intelectual y personal católica desde sus residencias (el hogar de Bloy, el Meudon de Maritain) y, especialmente, desde sus escritos, su correspondencia y los proyectos editoriales que impulsaron: Le Roseau d’Or (1925), Sheed & Ward (1926), Esprit (1932) y Cruz y Raya (1933-36). Maritain fue el superhub del catolicismo intelectual en la Europa de entreguerras: el principal centro de conexiones del gran componente principal de esa red con decenas de nodos principales y centenares de nodos secundarios. Otros, como Bloy, Claudel, Chesterton, Guardini o Bergamín, fueron hubs destacados. Otros, como Marichalar y Larbaud, fueron intermediarios o embajadores entre los diferentes componentes nacionales de esa red europea.
Ante la crisis de la modernidad, agudizada por el caos y la devastación de la Gran Guerra, las redes intelectuales católicas emergieron como ciudadelas de refugio y esperanza. Estas redes, articuladas por figuras como Jacques Maritain, ofrecieron hogares espirituales y modelos intelectuales y vitales de gran prestigio, dignos de emulación. Facilitaron la pertenencia a una comunidad católica enriquecida con un vasto capital social, que incluía mapas de sentido, referentes comunes, publicaciones, correspondencias y redes de ayuda mutua. Así, estos intelectuales, al interconectarse y retroalimentarse a través de las redes y comunidades creativas que tejieron, posicionaron al catolicismo como una respuesta renovadora a los desafíos de la modernidad, como una fuerza de regeneración moral e intelectual en la sociedad, las ciencias humanas y la cultura.
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El autor tuvo a su cargo todos los roles de autoría del trabajo. Manifiesta no tener conflicto de interés alguno.
[1] La traducción al español de todas las citas originales en francés y en inglés de este trabajo es propia.